Amuleto
Hubo un tiempo en que realizaba viajes fuera de mi ciudad con tal constancia que mereció inventar rituales, repetir una serie de acciones que supuestamente propiciarían la buena fortuna o asegurarían el regreso sano y salvo; la preocupación de quienes me rodeaban así lo exigía, con el mismo tono en que un ser querido te pide que no olvides el paraguas cuando la tormenta está a punto de llegar, y sí, con la misma utilidad. No recuerdo ya qué dije en ese entonces, qué hacía o si mentí descaradamente señalando que antes de la partida, me encomendaba encarecidamente a una voluntad superior; sé que de esos días me quedó la costumbre de siempre llevar conmigo un amuleto para esas ocasiones.
Siempre que salgo de viaje llevó conmigo el mismo libro, antes de cerrar la maleta reviso que, junto con el indispensable par extra de ropa interior, vaya conmigo La estación violenta de Octavio Paz. Ese es mi fetiche viajero, no le atribuyo ninguna virtud sobrenatural, no le concedo el poder de atraer la buena suerte o que me resguarda de morir de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403; lo cargo conmigo porque siempre me lleva a casa.
Estamos hechos de memoria y de olvido –define Octavio Paz en las palabras preliminares a su Obra poética– ¿la memoria resucita el pasado? Más bien lo recrea. / Uno de nuestros recursos contra el olvido es la poesía, memoria de la historia pública o secreta de los hombres, esa sucesión de horas huecas y de instantáneas epifanías. La poesía puede verse como un diario que cuenta o revive ciertos momentos. Sólo que es un diario impersonal: esos momentos han sido transfigurados por la memoria creadora. Ya no son nuestros sino del lector. Resurrecciones momentáneas pues dependen de la simpatía y de la imaginación de los otros.
Resurrecciones momentáneas
Posar la vista, ni siquiera leer, más bien reconocer, los primeros versos de “Piedra de Sol” tiene ese efecto de resurrección momentánea del que habla Paz; cada vez que veo un sauce de cristal, un chopo de agua,/ un alto surtidor que el viento arquea,/ un árbol bien plantado mas danzante,/ un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre: es mi primera vez con ese poema, invariablemente.
Cargo con ese amuleto para, al final del día, recuperar la emoción de una primera vez, cobijarme en el asombro. Todas las veces es mi primera lectura de “Piedra de Sol”, infaliblemente encuentro la novedad, el detalle que se me había escapado, la referencia que no había descubierto, la resonancia atractiva, la ventana a otras conversaciones. Ese poder tiene el poema.
Celebración
En el lúcido texto que David Huerta dedica a Octavio Paz (Letras libres, 183, marzo 2014) define: “El exceso de crítica puede abrir un espacio peligroso entre una obra literaria y el público de los lectores: una verdadera falla geológica. Demasiada maleza y, como he dicho, en medio –como extraviadas entre el murmullo de tantas lecturas y opiniones, interpretaciones y valoraciones–, las páginas de Paz, que son lo que debe permanecer de todo ello”; sin ser especialista, creo que mi fervor por la obra paciana en vez de abrir una puerta puede establecer una brecha, por eso mi atropellada respuesta cuando alguien me pregunta: ¿con qué debo empezar de Paz?, siempre respondo lo mismo: no lo sé.
Supongo que no debería ser así, podría contar que cargo La estación violenta como amuleto, hablar de las mujeres en “Piedra de Sol” o ligar la Historia Calamitatum de Pedro Abelardo y Eloísa con el verso que inicia “déjame ser tu puta” decir, ¿ves?, justo después de la maravilla de estos endecasílabos:
por un amo sin rostro;
el mundo cambia
si dos se miran y se reconocen,
amar es desnudarse de los nombres:
Pero mi respuesta siempre es no sé. Me abruma mi fanatismo, no quiero alejar a un posible lector. La celebración de los 100 años de Octavio Paz me ha hecho enfrentar, una y otra vez, esta respuesta y tratar de modificarla. Hace poco me preguntaron, ¿qué le recomendarías a alguien nunca lo ha leído, con qué empezar?, encontré una respuesta:
La vida sencilla
Llamar al pan el pan y que aparezca
sobre el mantel el pan de cada día;
darle al sudor lo suyo y darle al sueño
y al breve paraíso y al infierno
y al cuerpo y al minuto lo que piden;
reír como el mar ríe, el viento ríe,
sin que la risa suene a vidrios rotos;
beber y en la embriaguez asir la vida,
bailar el baile sin perder el paso,
tocar la mano de un desconocido
en un día de piedra y agonía
y que esa mano tenga la firmeza
que no tuvo la mano del amigo;
probar la soledad sin que el vinagre
haga torcer mi boca, ni repita
mis muecas el espejo, ni el silencio
se erice con los dientes que rechinan:
estas cuatro paredes -papel, yeso,
alfombra rala y foco amarillento-
no son aún el prometido infierno;
que no me duela más aquel deseo,
helado por el miedo, llaga fría,
quemadura de labios no besados:
el agua clara nunca se detiene
y hay frutas que se caen de maduras;
saber partir el pan y repartirlo,
el pan de una verdad común a todos,
verdad de pan que a todos nos sustenta,
por cuya levadura soy un hombre,
un semejante entre mis semejantes;
pelear por la vida de los vivos,
dar la vida a los vivos, a la vida,
y enterrar a los muertos y olvidarlos
como la tierra los olvida: en frutos…
Y que a la hora de mi muerte logre
morir como los hombres y me alcance
el perdón y la vida perdurable
del polvo, de los frutos y del polvo.
Más que desplegar avasalladoramente los pliegos de Blanco, más que acudir al sortilegio “Hermandad” (Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche…), a la serenidad de Vuelta o buscar el estremecimiento que provoca Pasado en claro (oigo las voces que yo pienso, / las voces que me piensan al pensarlas. / Soy la sombra que arrojan mis palabras), he elegido la llave sencillísima de ese poema incluido en Libertad bajo palabra para invitar al otro a que lea al poeta, que se olvide de las polémicas, de los rumores, chismes, que no cargue con el fardo de intentar entender los egos que conforman la República de las letras… sólo lee.
Vuelvo al texto de David Huerta, para coincidir cuando afirma que “El poeta Octavio Paz cumple cien años. Sus poemas son más jóvenes que nunca. Es la mejor noticia imaginable en este aniversario”.
Coda
Y antes de poner punto final a esta invitación, con la mano recorriendo el amuleto, reconozco que la respuesta a ¿con qué empiezo? es temporal, que en un descuido la cambiaría por la línea final de “Hacia el poema”, porque, claro, me permitiría liberar mi pasión y argumentar atropelladamente que esas cuatro palabras son las que nos hacen hombres: Merece lo que sueñas.
@aldan
Foto: Gerardo González