Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres
Pitágoras
Hay quien dice que sabemos si hemos sido buenos padres cuando ya no hay marcha atrás, y es posible que eso sea cierto, como también es cierto que los padres aprenden a serlo cometiendo muchos errores. Sin embargo, hoy día ya se cuenta con mucha información y muchos elementos a nuestro alcance para tratar de evitarlos; aunque casi todos los instructivos sobre la educación de los hijos aluden a algo tan importante e inevitable como la disciplina, tanto de ellos para formarse, como la de los padres para no desfallecer ante el reto de formarlos.
Todos hemos sido testigos alguna vez del comportamiento de un niño malcriado al que nadie parece ponerle límites, son perfectamente identificables porque provocan una gran impotencia a los que alguna vez hemos tenido que sufrirlos. Aún recuerdo una tarde en que fuimos a visitar a una amiga que acababa de dar a luz. No era su primer hijo, no tenía quien la ayudara en las tareas de la casa y su familia vivía lejos. Como íbamos con nuestros niños pequeños, tratamos de tenerlos bajo control y de no causar demasiadas molestias.
No obstante, uno de los niños se dedicó a hacer todo lo que no se debía. Rompió mil cosas, les pegó a los demás niños y se dedicó a tirar galletas machacadas por doquier. La mamá con voz calmada y cierta apatía sólo se limitaba a decir: “hijito, pórtate bien”. Claro que el hijito ni se calmaba ni se portaba bien, simplemente la ignoraba y hacía su voluntad, porque si el niño no fue educado en el respeto en su propia casa, difícilmente lo podría hacer en casa ajena.
Los padres siempre buscan la felicidad de sus hijos y en esa búsqueda tratan de evitarle un sufrimiento que los haría madurar y crecer en todos los sentidos, y hoy día, en pleno siglo XXI, con toda la información a nuestro alcance, evitarles el dolor se ha vuelto una constante. Cualquier rigor, norma, regla o disciplina se descarta de inmediato y la pedagogía moderna parece apoyarlos, abogando por una libertad y un dejarlos ser que sólo los lastimará y los volverá personas inconformes e inadaptadas en una sociedad que sí les exigirá rigor, normas, reglas y disciplina.
Hasta cierto punto es lógico que muchos papás no quieran repetir la forma en que ellos mismos fueron educados, porque la severidad con la que lo hicieron y la falta de muestras de afecto seguramente dejaron una gran impronta en sus vidas. Sin embargo, la diferencia entre el autoritarismo de aquellos padres rigurosos y la autoridad que ahora se debe manejar, pasa necesariamente por las razones y una gran dosis de amor.
A los niños hay que ponerles límites porque serán los parámetros entre los que podrán moverse, que les darán confianza y seguridad, y que mientras más pronto se establezcan, más pronto los aprenderán y con mayor rapidez los interiorizarán, incorporándolos a su conducta de manera natural. Límites que se irán ampliando a medida que crecen, hasta llegar el momento en que algunos de ellos puedan ser negociados con los propios hijos, sobre todo en la adolescencia. Pero si además de todo, esos límites son congruentes y consistentes, con el manejo adecuado de las consecuencias en vez del castigo y la responsabilidad en vez de la culpa, el éxito de la educación estará asegurado.
La realidad es un poco diferente. Suele ocurrir que los padres instauran una serie de normas, pero que se rompen con frecuencia dependiendo de su estado de ánimo. La prisa y el estrés nunca serán los mejores aliados de las reglas. Cuántas veces el horario de ver la TV no se ha respetado porque los padres no pueden atender a sus hijos y tampoco quieren ser molestados por ellos, de manera que los ponen frente a la tele -aunque hoy se estila más darles la tablet- convirtiéndose en los principales infractores, con el consiguiente mal ejemplo que provocan. “No te preocupes porque tus hijos no te escuchan, preocúpate porque te observan todo el día”, dice una frase atribuida a la Madre Teresa de Calcuta.
Cuántas veces, ante el comportamiento indebido de los hijos, se ha reaccionado de manera extraordinaria, organizando un verdadero drama, y en cambio, en otras tantas, ante la misma falta, ha habido risas y bromas complacientes. Son pues esas incongruencias e inconsistencias las que más daño hacen. Sabemos lo difícil que es mantenerse sin sucumbir en circunstancias adversas o ante llanto y el chantaje moral de los hijos; sin embargo, por su bien, hay que exigirles el cumplimiento de lo establecido, siempre con mucho amor y paciencia.
Los niños que crecen sin límites son caprichosos, volubles, déspotas con sus padres y nunca se sienten satisfechos con nada. Tienen poca tolerancia a la frustración y estallan por cualquier cosa con berrinches incontrolables; después, cuando son adultos, suelen tener una conducta similar. Así que si queremos hijos felices, darles todo y dejarles hacer lo que quieran nunca será la mejor manera. La felicidad y seguridad la adquirirán con el amor y los límites en equilibrio, además de la congruencia y el buen ejemplo que los padres. “A los hijos hay que criarlos con un poco de hambre y un poco de frío”, decía Confucio.
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