La vez pasada platicaba por acá acerca de mi gusto por Mafalda y otras tiras cómicas (y algunas películas) que, desde mi punto de vista, no son para niños, incluso cuando tienen como protagonistas a niños o animales, o cuando están hechas de modo tradicionalmente asociado con los niños (como los dibujos animados). Concluía yo con un par de preguntas: ¿Basta con que un libro o una película tenga de protagonistas a niños para que podamos afirmar categóricamente que es “para niños”? y ¿Es suficiente que un libro o serie o película tenga “monitos” para asegurar que su contenido es apto para niños?
Prometí entonces abordar ambas en esta entrega y es justo lo que voy a intentar ahora. Como ya se pueden imaginar, de entrada mi respuesta es “no” en los dos casos: que una historia CON niños no la vuelve automáticamente PARA niños, así como no es suficiente que haya “monitos”. Por cierto: el humor tampoco es un pase automático a la clasificación A, como descubrí retroactivamente cuando me reencontré con un ejemplar del VideoRisa, revista que leía a escondidas de mis papás cuando estaba en sexto de primaria y que ahora entiendo mucho mejor por qué me prohibían: era una revista llena de albures, alusiones sexuales y palabras altisonantes disfrazadas (por ejemplo, en vez de escribir “pinche”, ponían el dibujo de un cocinerito; en vez de escribir “güey”, ponían un torito con cara de menso). En esa época, lo que me gustaba era ver cómo la revista se burlaba de las películas y programas de tv de moda y, muy especialmente, la manera en que “escondían” las palabras prohibidas, como las dos que les comentaba arriba. Las alusiones sexuales y los albures me pasaban de noche pero me quedaba claro que había algo ahí que no era para mí. Y, claro, eso volvía más emocionante el proceso completo: comprar la revista en el puesto de la esquina de mi escuela; tomar autobús en vez de taxi de la escuela a casa (me daban el dinero justo y al comprar la revista se desacompletaba); ir en el autobús con la mochila en una mano, mi hermano pequeño en la otra y, de algún modo mágico, ir leyendo la revista prohibida; terminarla de leer antes de llegar a casa y vendérsela o cambiársela por otra (una para niños, para comprar el silencio de mi hermano) a la señora que tenía un puesto de revistas usadas en el zaguán de la casa.
Con respecto a los niños como protagonistas tengo también una historia simpática: en alguna ocasión, cuando yo tenía diez años, me regalaron un libro sobre la Virgen de Medjugorje. La historia contaba las aventuras de un grupo de chiquillos que topan a la Virgen y… se convirtió en una fuente inagotable de terror para mí. Primero, por la angustia de ver algo que la demás gente no puede ver y que te tachen de loco o mentiroso y luego, por las vívidas descripciones de Satanás tratando de alejar a los chavillos del buen camino. El libro contaba cómo una de las niñas estaba rezando y el diablo le hablaba al oído, le decía groserías, le pegaba. De pronto, ella empezaba a flotar a varios centímetros del piso, sin dejar de rezar, y creo que incluso le salían llagas en las manos y en los pies.
Yo no podía dormir no más de imaginarme eso: mi esquema moral infantil era muy simple: “te portas bien, te va bien; te portas mal, te va mal”. Y este libro lo volteaba todo de cabeza: “te portas bien, te va mal, el diablo te persigue, la gente te señala y terminas de monja”. Digo, supongo que habrá gente que considere eso un final feliz, pero a mí me parecía muy deprimente.
Cuando mi mamá se dio cuenta de que yo estaba maldurmiendo y que todo se relacionaba con el libro en cuestión (porque, además de todo, yo releía una y otra vez las partes del diablo agrediendo a la vidente), se sentó a platicar conmigo por horas hasta que logró convencerme de que nada de eso me iba a pasar a mí. También estableció una nueva regla: si por cualquier razón empezaba a leer algo que me inquietara por lo que fuera, de inmediato lo hablaría con ella, aunque fuera un libro etiquetado para niños o tuviera de personaje a un gato (recién habíamos tenido un episodio extraño al respecto, gracias a Juan García Ponce).
Ahora entiendo que el libro sobre Medjugorje era poca cosa para un niño habituado a las vidas de santos y demás parafernalia católica, pero yo era una niña laica y sí me pegó durísimo, casi como si hubiera leído El exorcista. Y eso que tenía niños como protagonistas. E ilustraciones (pavorosas, por cierto).
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Foto: Roberto Guerra