Espléndido inicio. Maravilloso enamoramiento. Recorrer la novedosa atracción para llegar al amor maduro fue algo complicado durante el noviazgo de casi seis años de existencia. La presencia alimentada por el sentimiento, la pasión, la conveniencia aceptada de que “ambos se necesitaban”, resultó insuficiente para llegar al matrimonio.
Dejaron a un lado la manera de hacerse felices, comunicarse fluidamente, entregarse confianza, generarse estabilidad, compartir el poder al momento de tomar decisiones, abolir la rutina, entender el lenguaje del otro, sobrevivir a las penas del amor, aceptarse más que tolerarse y hacer suya la generosa humildad del lúcido pensador: “Ámame cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite”.
Nunca supieron manejar inteligentemente los conflictos y las crisis para, después de la batalla, pensar en el de enfrente y en la lastimada relación. Tampoco reconocieron, quiérase o no, que amor y rabia forman parte del mismo paquete. Ni que en la vida se debe viajar más ligero de equipaje, sobre todo pasando la línea de los cuarenta años.
La enfermedad no atendida con la psicóloga, a través de la reconstituyente terapia, era una parte de la solución, porque “el dolor del pasado puede dictarnos inconscientemente cómo vivir los amores del presente, generando conductas y situaciones que se reproducen, con otras personas y en otros tiempos, los mismos que nos hirieron en otra etapa”, según la implacable opinión de la doctora Eugenia Weinstein.
Dos días antes de iniciar el temprano invierno, el 19 de aquel lejano diciembre, a la doce horas, el exótico barrio de Greenwich Village fue mudo testigo del rompimiento final. Meg se marchó de la casa de Tom -en una especie de “retirada hacia adelante”- ubicada en Bedford Street, muy cerca del número 80, el del Chumleys, donde solían ventilar recurrentes diferencias y escasas coincidencias, defendiendo testarudamente sus intransigentes argumentos; el mismo restaurante y bar donde James Joyce terminó de escribir el famoso Ulyses, en la mesa del rincón.
Al despedirse, afuera de la pintoresca casa, ella se acercó para darle un beso en la mejilla, al igual que la primera vez que cenaron. Inicialmente, él le extendió la mano, al fin, como escribiera Dylan Thomas: “Las manos no tienen lágrimas”, pero después se acercó para corresponderle cariñosamente.
El auto gris conducido por Meg se perdió al dar vuelta en Blecker Street. Partió con rumbo pero sin destino, para no regresar jamás.
Al pie de la escalera Tom recordaría la escena de la película 28 días, donde la protagonista (Sandra Bullock) al ser dada de alta en la institución médica, recibe la última recomendación de su director (Steve Buscemi): “Cómprate una planta, si después de un año la planta sigue viva, ten una mascota, si pasado otro año la planta y la mascota no han muerto, entonces puedes tener una pareja”.
Cerró la puerta de la casa deshabitada. Podó el jardín. Le puso comida a los perros que ella le dejó para cuidarlos. Y le dijo adiós para siempre adiós al amor adicción.
Años después se hablaron por teléfono al leer la nota en el diario mexicano que daba cuenta del Museo de las Relaciones Rotas, ideado originalmente en Zagreb, Croacia (2006), por Olinka Vistika y Drazen Grubisic, quienes decidieron montar una exposición que reuniera los objetos que alguna vez fueron parte de una amorosa relación.
En la placenta de la catarsis cargaron con diversos recuerdos. Ella entregó los peluches, las cartas y las fotos tijereteadas después de la ruptura. Él donó las tarjetas musicales y un banderín de los Vaqueros de Dallas. Los dos se desprendieron de las argollas de oro compradas con motivo del tercer aniversario, para entregarse en el mismísimo Time Square, a las doce de la noche de aquel memorable 31 de diciembre.
A la historia le faltaba este punto final.
En las próximas vacaciones a Ciudad de México, Vale al Paraíso darse una vuelta por el Museo del Objeto del Objeto (www.elmodo.mx), sede de esta novedosa exposición, que permanecerá abierta hasta el 8 de junio.
Quizá se encuentre la Declaración de Principios de PRI y el Programa de Acción del PRD, obsequiados por López Obrador; o algunos litros de leche regalados por los peleados socios de GILSA, que padece violento enfrentamiento en los tribunales.
Porque alguien tiene que escribirlo: A la política les quedan los meses de este año para gobernar, después vendrá el diluvio electoral. Entre julio de 2015 y junio de 2016 se renovará la Cámara de Diputados con 500 integrantes, 21 gubernaturas, importantes capitales, más de mil municipios, y diputados locales y delegados del Distrito Federal. La estridencia que iniciará en octubre próximo, a la apertura del proceso federal.
Los prohombres del PRI Aguascalientes están obligados a revertir las encuestas desfavorables, la tendencia bajista, dibujada en la gráfica, por la derrotas de las senadurías y de dos de tres diputaciones en la elección presidencial de 2010, y la mayoría en el Congreso del Estado y nueve de once alcaldías, incluida la capital, en 2013.
Lorena Martínez es el mayor activo para iniciar el proceso de recuperación de la plaza el año próximo, reposicionarse con su triunfo en el distrito (dos o tres) federal, jalar a los otros dos candidatos de su partido (en calidad de locomotora), ubicarse en la sala de la precandidatura y regresar la esperanza a los alicaídos tricolores, en 2016, cuando se libre la madre de todas las batallas: la gubernatura, alcaldías y XLIII Legislatura local.
Nada más titular la Profeco tiene alguna posibilidad de darle pelea a Martín de nombre o a Martín de apellido. Los dos del PAN.