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jueves, diciembre 18, 2025

Amores y cariños de fondo / Opciones y decisiones

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Antítesis de la exuberante celebración sensual del carnaval, pareciera que es hablar del amor como virtud; pero, tal oposición diametralmente contraria se desvanece en cuanto anteponemos la idea del deber, al amor. “El amor no se ordena, y no puede ser, por consiguiente, un deber”, según concluyente argumento de Aristóteles. Dicho lo cual, la ponderación acerca del amor nos acerca a la frontera de la libertad y nos aleja de la rivera de la obligación.

Lo más libre es también lo más gratuito. Y esta afirmación abre el más amplio abanico de las opciones y, por tanto, de las alternativas por elegir. En el amor no puede haber constricción, porque ésta cierra el horizonte a un canal estrecho, en tanto que la apertura a lo inesperado ensancha las perspectivas y las expande sin límites previstos o cortapisas. El carnaval es por definición fiesta y por ello desborda el placer de gozar del otro, de sí mismo y del encuentro con otros; y lo hace con todo el poder que pueden reportarnos nuestros sentidos: la vista de gamas variadísimas de vivos colores, incluidos los de la piel humana en sus multiformes formas, ya sean perfectas o imperfectas, de mujeres y hombres en diferentes edades; el oído que responde a las vibraciones sonoras armoniosas o disonantes, rítmicas o monótonas, agudas o graves, estridentes o suavísimas, sensuales o anímicas; el tacto exacerbado por el calor o el frío, la humedad o la sequedad, la tersura o lo áspero, lo blando y lo duro, lo turgente y lo flácido; el olfato que se deleita en los aceites aromáticos o en la exhalaciones de la epidermis, de los líquidos o los alimentos, de los aromas ambientales o de las aguas saladas, de los humos o de los zumos naturales, de los gases o de los vientos ligeros, de los ácidos o de las fermentaciones, de los alcoholes o de las grasas; el gusto del paladar con las sensaciones dulces o saladas, amargas o ácidas, calientes o frías, líquidas o espesas, crudas o cocidas, fritas o sancochadas, picantes o insípidas, crujientes o blandas.

Éstas, entre otras, son las avenidas por las cuales andamos y desandamos la experiencia del amor, entendido como placer o gozo libre y gratuito de mi persona o del otro como otro, entiéndase de modo incluyente la otra como otra. Puesto que no hay antípoda más remoto al amor que la distancia, la ausencia, lo no visto, el silencio, la negación del contacto, la privación odorante o el sinsabor del otro y la otra. Por eso el amor es fiesta, es celebración, es encuentro de presencias personales, pero también de pieles y de cuerpos, de voces y quejidos, de escucha atenta y de alerta sensibilísima al timbre único del ser amado.

Es verdad que el amor comienza en el encuentro físico, continúa en el intercambio de historias y experiencias tan íntimas como personales, y termina en la comunión espiritual, en la sabrosa quietud del saber estar allí, ser ahí, ser para el otro/otra, comenzar en él/ella o terminar en él/ella. En la expresión kantiana, el deber es una tristeza, mientras que el amor es una espontaneidad gozosa.

“El amor físico es sólo un ejemplo, que hoy en día muchos sobrevaloran hasta el disparate tal como durante siglos se lo satanizó hasta lo absurdo” (Pequeño Tratado de las Grandes Virtudes, André Comte-Sponville. Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile. 1996). Autor que también afirma que “nadie nace virtuoso; uno se hace virtuoso. ¿Cómo? Por la educación: por la cortesía, por la moral, por el amor”. (…) Y “la moral, de modo parecido, es una semblanza de amor: actuar moralmente es actuar como si nos amáramos”.

Quedamos, entonces, que una moral fundada exclusivamente en los imperativos o deberes necesarios es una moral restrictiva y propensa a ser alienante; en tanto que nos priva del placer de la espontaneidad y de la entrega generosa, gratuita. ¿Qué es lo bueno y qué es lo malo? Pareciera la pregunta fundamental de la moral, y lo es en la medida que somos capaces de identificar la maldad con el daño, el dolor o la inestabilidad que nos causa; o bien, discernir acerca del bienestar, la salud, el gozo, el placer o la satisfacción que nos proporciona un objeto o la comunión con una persona.

Cuando nos sentimos bien y, por extensión, nos sentimos amados, experimentamos una sensación de plenitud, de serenidad, de estabilidad, de perfecto equilibrio; estamos literalmente a plomo, parados firmemente sobre nuestros pies. En cambio cuando nos sentimos mal, sentimos irritabilidad, acaso ira o furia, desazón, inestabilidad, desequilibrio, estamos fuera de nuestro centro de gravedad. Sensaciones y emociones que nos indican la naturaleza exacta del bien o del mal ante los que estamos presentes. Dicen los expertos en el sistema cerebral límbico, que en él tenemos un recurso innato para reaccionar adecuadamente: “atacar o huir” dependiendo de la amenaza que se cierne sobre nosotros. De manera que basta con saber escuchar a nuestro organismo, para decidir a manera de reflejo instantáneo sobre un peligro o riesgo inminente; es suficiente con que lo captemos como un mal potencial, para que actuemos en consecuencia.

Ríos de tinta se han escrito sobre los daños, el mal, que nos causa un desamor, ya no digamos el odio simple y llano; en cambio, los beneficios y plenitud emocional y sentimental que nos provoca un buen amor. Esta discriminación tan básica es, no obstante, el mejor termómetro que nos permite medir y valorar una relación personal. ¿Qué sentimiento o estado emocional me causa un objeto o una persona determinada? ¿Qué me mueve a acercarme o alejarme de ella, a -lisa y llanamente- atacar o huir de ella?

En una simple analogía, el sistema moral límbico por excelencia, con que nos vamos dotando desde nuestro nacimiento hasta la muerte, consiste en aprender a usar la referencia clara y distinta a nuestros “amores y cariños de fondo”. A sabiendas que con base en ellos, no nos equivocamos. Si yo aprendo a tomar mis decisiones, sobre la base de lo que más valoro y aprecio, y que más se apega a mi sentimiento de mayor ternura y sinceridad de lo que en español llamamos “cariños”, no me equivocaré sobre su elección.

Este criterio práctico de la moral resulta ser de suma importancia para discriminar de raíz, un apego positivo de otro negativo. No puede haber confusión entre dos valores, bienes o satisfactores de mis necesidades más sentidas, cuando el tamiz por el que pasan consiste en una opción por “mis amores y cariños de fondo”; porque aquí la discriminación mental y afectiva alcanza la precisión de las ciencias exactas, es o no es, así de llano y simple. Si le otorgamos validez a este sistema límbico de la moral, nuestras decisiones amorosas serán tan poderosas como eficaces. “¡Descubre tu presencia,/ y máteme tu vista y tu hermosura;/ mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual).

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