Una vez más, a pesar de los pesares, cumplimos el maratón Guadalupe-Reyes. Y una vez más, la celebración de las fechas estuvo determinada por las profundas desigualdades sociales que permiten que algunos se regalen automóviles del año y hechos en casa, mientras otros se ven obligados a darle usos menos festivos a sus cortos ingresos. A menos que consideremos el pago de nuestras deudas como un motivo para festejar porque ya podemos endeudarnos nuevamente, aunque al final los números reservan sus mejores sonrisas a prestamistas y banqueros, dejando para sus clientes las muecas de los intereses o los coqueteos de más préstamos, tarjetas y un extractor de jugos si pagamos a tiempo.
Envueltos en la bulla de las cuentas alegres, no nos percatamos de quienes miran a través de las ventanas; si acaso, asumimos que en toda fiesta siempre alguien queda fuera; esta vez, los desempleados y sus familias. Así, resulta natural que la desigualdad ofrezca razones para celebrar a unos cuantos, dejando a muchos sin motivos para hacerlo, en profunda contradicción con el discurso evangélico. La temporada les recuerda a los excluidos del festejo su condición subalterna, y adquiría un sentido más siniestro si el Estado benefactor no contara con instituciones y programas de asistencia social. Cobijas, juguetes y una rosca gigante nos persuaden de que la fiesta llega para todos y pensar otra cosa sólo indica que hemos caído en una trampa del maligno.
En realidad cuernos y patas de cabra salen sobrando. Evidentemente, las desigualdades entre los aguascalentenses responden a las asimetrías en sus relaciones sociales, agravadas por una política gubernamental de privilegios para el capital y bajos salarios para los trabajadores. Dando por hecho que el sindicalismo garantiza la docilidad de la mano de obra local, para este orden resulta más útil decir que la mayor riqueza de Aguascalientes está en su gente; y los elogios a la gente buena desplazan a la idea de que un nivel de vida digno aligera el trabajo de las instituciones de caridad y permite al gobierno asignar esos recursos a gastos más productivos. La expresión, tomada del escudo estatal, va bien con la imagen de solidaridad de nuestros gobernantes y ya escapa de los recientemente abiertos labios municipales. Nadie rechaza un trato amable sino el divorcio entre las palabras y los hechos. Y la insaciable riqueza alimentada de la numerosa pobreza.
Sin embargo, las voces que nos invitan a participar en la marcha festiva omiten aquellas diferencias, en nombre de las más elevadas aspiraciones de la humanidad, como quiera que se llamen. Tal vez por eso la convocatoria recibe la diversidad de respuestas previsible en una sociedad plural, dinámica y desigual como la nuestra. Para el gobierno, tanto estatal como municipal, las fiestas forman parte de nuestras tradiciones; considerándose obligado a preservarlas, instala nacimientos y adornos urbanos, organiza la representación de pastorelas y verbenas donde lo sagrado y lo profano conviven amigablemente y, sobre todo, emite cordiales mensajes con parabienes para sus gobernados. Por supuesto, el clero cumple su tarea en la celebración divulgando el mensaje evangélico asociado a la fecha, mediante más pastorelas y otras actividades y repartiendo abundantes bendiciones entre la feligresía.
Así, pareciera que un espejo más bien empañado repite el ritual de la tribu abrazada a su benefactor, sin que por momentos pueda decirse dónde se encuentra la imagen especular y dónde laten los pechos vivos. Y no por aludir a la barrera de varias capas de ropa necesarias para protegernos contra el frío inusualmente intenso de este invierno y que ocultan cualquier agitación torácica. Sino por la eficacia con que ambas escenas cubren el carácter del dominio ejercido por el jefe sobre la tribu.
Con todo, entre ellas hay discrepancias que no obedecen tanto a la diversidad de participantes basada en lo económico como a sus diferencias culturales. Para el clero las pastorelas tienen un sentido que desaparece en las pastorelas organizadas por las instituciones laicas, donde pueden transmitir valores ciudadanos positivos para la comunidad o criticar alguna situación conocida por los espectadores. En éstas lo religioso pasa a segundo término, como elemento contextual inscrito en un discurso pretendidamente neutro, laico, sobre nuestra cultura. Y la paz espiritual traída por los evangelios replica pálida el bienestar material permanente o provisionalmente proporcionado por nuestros gobiernos. O viceversa. Esto define nuestro mestizaje más allá de lo étnico.
Las discrepancias crecen al considerar a quienes participan en el maratón como ciudadanos. Los desniveles en el poder adquisitivo jerarquizan el consumo y eliminan de la marcha festiva a los menos prósperos, quienes se retiran pronto. Pero si en esta celebración no hay ganadores como en las carreras de verdad, hay en cambio un espíritu festivo equivalente al que mueve al deportista a lograr su hazaña y hace soñar a más de cuatro con un maratón Reyes-San Marcos.