Magdalena 2014 / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
23/04/2025

Siempre he sentido que el primer pedazo de Rosca de Reyes materializa al Año Nuevo. Es el fin de las fiestas y el inicio de la recuperación de nuestra cotidianidad. Todavía me parece divertido encontrar muñequitos en la rosca, sobre todo para descubrir qué extraña forma tienen cada año: pequeños, flacos, cabezones, estirados como cirio o encogidos como perrito bajo la lluvia. El Año Nuevo es como un muñequito: sabemos que está ahí, en algún sitio, pero desconocemos la forma que tomará al pasar los días, las semanas y los meses.

Siempre elijo un pedazo de rosca con azúcar, es lo más cercano a un trozo celestial y mejor si cobija al mentado muñequito: como si éste se tratara de El Principito que se elevará en cualquier momento hacia su planeta de origen. Creo en la bondad del azúcar mas no en su vicio. Basta recordar su origen, allá en el medioevo, cuando se usaba para disfrazar el sabor de las medicinas; curiosamente, las primeras confiterías y pastelerías surgieron de las boticas. El azúcar y la miel, como la sal, también fueron usados como conservador de alimentos. Por mucho tiempo, el azúcar, ya fuera de caña o de remolacha, sólo se consumía en fechas importantes, por su precio elevado. Hoy en día está presente en casi todo lo que ingerimos. Nuestro paladar ha perdido la capacidad de detectar su sabor único, acostumbrado al mero dulzor de cualquier edulcorante. Todo esto en detrimento de nuestro gusto y, por supuesto, nuestra salud. Lejos ha quedado el azúcar como alivio, como conservador, como artículo untuoso.

Seguro existen personas que no gustan de la Rosca de Reyes, aunque siempre podrán elegir una concha, una nube, un ojo de buey, un conde, una chilindrina, y demás panes todavía existentes y otros que son sólo evocaciones en la charola de nuestros abuelos. Me pregunto cuántos nombres se han depositado en el nicho de los recuerdos y cuántos han ido a parar a los osarios de pan.

Los cereales han regido la vida de la humanidad, han marcado las fechas y las celebraciones por aquello de la cosecha y la supervivencia de la especie. El pan ha acompañado a las civilizaciones: con levadura, blanco, negro, ácimo, redondo, cuadrado, de figuritas, salado, azucarado. No es de extrañar que, en muchos de nuestros rituales, el pan tenga un papel relevante, casi mágico.

Así ocurre con la icónica magdalena de Marcel Proust (En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann), un panecillo remojado que dispara toda la poética del memorioso. Leamos: “Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llama magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba”.

Me gustaría lograr lo mismo, sumergiendo mi trozo de rosca en chocolate espumoso, a la vieja usanza, para recuperar los recuerdos de 2013, para adivinar los recuerdos que aguardan en 2014. Todos deberíamos elegir algún cereal y el líquido de nuestra predilección, para crear el ritual de la inmersión que evite el olvido. Así nuestro verbo “sopear” tendría una nueva acepción. Leamos: “Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?”.

Y sí, dejar en el sedimento de la taza o del vaso todo aquello que no queremos cargar, los recuerdos ríspidos que sólo ocupan lugar en nuestra memoria la cual, conforme pasan los años, se antoja limitada. Leamos: “Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión”.

Después de la estridencia de las fiestas, deseo que la gente descubra en las cosas sencillas el disparador de todo asombro. Como ocurre con esa magdalena y esa taza de té de Proust en un acto ordinario capaz de develar un universo. Dejar atrás la algarabía y sentarse en solitario, sumergir el pan o la galleta o hasta la tortilla, y concentrarse en las texturas que se modifican en un acto simple. Saborear, oler, tocar, ver y aun escuchar nuestro masticar como vía a la maravilla que es iniciar un año más, sin dar por sentado que llegaremos a 2015. Tener un memento mori de pan dulce y sentirnos miembros de una gran cofradía donde las migajas son el polvo mágico de seres fantásticos.

Feliz Año Nuevo a todos los lectores y que cada uno encuentre su magdalena 2014. Despidámonos con Proust: “Y, de pronto, el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Léonie me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto”.


 

Foto: Roberto Guerra


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