No crecí en un hogar religioso, pero sí dispuesto a satisfacer la curiosidad. La primera vez que fui a una bendición de niños dios fue precisamente en la iglesia de La Candelaria de la Ciudad de México. Las mujeres llegaban como marejadas, cargaban sillitas de madera, cestos o al niño dios directamente, dependiendo del tamaño. Todos los niños de yeso iban vestidos con primor y acompañados de flores. Las madres, por así decirlo, de aquellos niños, fluctuaban en edad, desde niñas hasta abuelas. La comitiva en su mayoría eran mujeres. No se entraba a la iglesia, la bendición se realizaba en el atrio. Desconozco cómo será ahora el ritual. En algún momento, el sacerdote en turno salió con su dotación de agua bendita. Las mujeres formaron una masa compacta, apretujándose y aun manoteando y quitando al estorboso de un lado o de otro. Todas las madres, sedientas de agua bendita, elevaban a sus niños, como quien ofrece una ofrenda a los cielos, para garantizar que algunas o muchas gotas de aquel líquido hidrataran a sus niños. Los rostros de aquellas mujeres mostraban esperanza y competitividad al mismo tiempo, como madres que defendían a sus niños-yeso de un depredador imaginario. Nosotros llevábamos también a un niño dios, pequeño.
Todavía tengo al niño dios de yeso colorido. Está guardado en un cajón. Está estropeado. Hace años fue víctima de una mascota. Cada año, desde el suceso canino, en esta época del año, me propongo mandarlo a arreglar. Pero los días de enero se van como el agua, como si tuvieran la urgencia de mostrarnos que ya estamos inmersos en el nuevo año.
El día de la Candelaria señala el final del periodo de adviento del año litúrgico católico. De origen, este día conmemora el momento en que Jesús fue presentado por sus padres, a los 40 días de nacido, cumpliendo con la usanza hebrea. Pero tras el mestizaje, este día también señala la aparición de la Virgen de la Candelaria, representada como una mujer que lleva a un niño recostado sobre su brazo derecho mientras sostiene una vela con la mano izquierda. En efecto, ese día también se llevan a bendecir velas y veladoras a la iglesia. Por otra parte, en la tradición indígena, se llevan a bendecir las mazorcas que se usarán como semillas en la siembra del nuevo año.
Es costumbre celebrar con tamales y atole que, según dicta la tradición, son provistos por las personas que tuvieron a bien encontrar el muñeco entre la miga de la Rosca de Reyes. En México, todos reconocemos el vocablo tamal, pero este platillo también es conocido con otros nombres: zacahuil, corunda, pata de burro, nacatamal, chak chak wah, buulil wa, kehil uah, chanchamito, uchepo, canario, juacané y xocotamal. En la Historia general de las cosas de Nueva España, fray Bernardino de Sahagún describe el consumo de tamales así: “Comían también tamales de muchas maneras; unos de ellos son blancos y a manera de pella, hechos no del todo redondos ni bien cuadrados…Otros tamales comían que son colorados…”
No sé a ciencia cierta por qué se sirven tamales el día de La Candelaria, supongo porque es un platillo asociado a las fiestas desde años atrás. Pero, lejos de los datos curiosos, creo que los tamales y los niños dios van de la mano, reunidos por la poética del arropado. Así, se arropa y engalana al niño de yeso, para que no pase frío, para resaltar la belleza de la divinidad infante. De forma parecida se arropa a la masa de los tamales, con sábanas de maíz o de plátano, para resguardar los rellenos dulces y picantes del frío, para mecer las especias y las carnes, los trocitos de fruta y de chocolate. Al final, una sola nana basta para arropar el hambre, la fe, los sentidos y el espíritu.
Al escribir esta entrega descubro que todavía estoy a tiempo para mandar reparar, arropar y engalanar a mi niño dios. No seré una conversa, pero lo tendré a la vista como evocador de ciertos recuerdos y personas que se han ido quienes eran afectas a estos rituales. Trataré de cumplirlo, de tener un pendiente menos y descolgarme del refrán: “al que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”. Pues sí, ojalá que este año la desidia me desarrope.