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miércoles, diciembre 17, 2025

Feministas contra Átropos / Extravíos

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Nunca he podido averiguar qué es exactamente el  feminismo…

Sólo sé que la gente me llama feminista siempre que

expreso sentimientos que me diferencian de un felpudo o una prostituta.

Rebecca West, 1913

Sueño con el momento en que las feministas no sean necesarias.

Wislawa Szymborska, 2009

Entre la ironía de West y el anhelo de Szymborska, la condición social, económica y jurídica de las mujeres ha cambiado notablemente, especialmente en lo que solemos llamar países occidentales. Estos cambios, desde luego, no vinieron solos ni surgieron de generación espontánea. Alguien tuvo que imaginarlos, provocarlos, dotarlos de rumbo y luchar por ellos. Y a quien más debemos estos cambios es a las feministas de antes y las de ahora. Su perseverancia, lucidez y generosidad han sido notables. Gracias a ello, el feminismo, en cuanto movimiento social más que como exaltada ideología reivindicativa, logró, de principio, lo que a lo largo del siglo XIX y XX no pudieron hacer una gran variedad de movimientos o iniciativas de cambio social: sobrevivir y renovarse. En particular el siglo XX, tan pródigo en cuanto a revoluciones y movimientos sociales cuyo destino osciló entre devorar a sus propios hijos o fallecer de inanición, vio, en efecto, como el feminismo o movimiento de liberación de las mujeres -tal como se le llamaba en las décadas de los sesenta y setenta- fue deslegitimizando tradiciones, removiendo inercias, desafiando patriarcados y privilegios, reescribiendo legislaciones, para, por decirlo de algún modo, ir conquistando la mente y corazones de varias generaciones y llegar a convertirse en un elemento del todo ineludible en la agenda de desarrollo de la mayoría de los países y, más importante aún, en el paisaje cultural y social de la época con todas las tensiones, fracturas, crisis y contradicciones que ello supone. Ignoro si es del todo apropiado pensar el siglo XX como el siglo de las mujeres. Pero, en todo caso, y de acuerdo al dictamen que en alguna ocasión hiciese Octavio Paz, lo que sí parece claro hoy es que la lucha emprendida por las mujeres en favor de la igualdad –entendida ésta en su sentido más amplio- fue el movimiento político, cultural y social del siglo XX que habría de tener la mayor importancia y trascendencia. No es difícil entender el porqué de ello: el tomarse en serio esta lucha por la igualdad supone un profundo cambio de mentalidades, una intensa redefinición de los ámbitos públicos y privados así como de las formas no sólo en que los hombres y las mujeres convivimos, sino también en el modo en que nos vemos a nosotros mismos, el modo en que delimitamos nuestras ideas y visiones en torno a la masculinidad y feminidad. Nadie, o al menos muy pocos, son inmunes a esta prueba. Sin embargo, es claro que la historia no concede tregua y da muy pocas cosas por asentadas de manera definitiva. Así, si en la primera oleada feminista, más o menos del último tercio del siglo XIX al primero del XX, el acento se dio en la búsqueda de la plena igualdad política y civil (el derecho a la ciudadanía íntegra), y en la segunda oleada, a partir de los 60’ del XX, en la expansión y afirmación de los derechos sexuales y familiares y la apertura en los canales de acceso al mundo laboral, político, educativo y social, en el siglo XXI el horizonte de lucha está trazado tanto por una defensa de lo logrado hasta ahora como por la  expansión de derechos aún no conquistados del todo o que, incluso, se encuentran en permanente amenaza. A pesar del camino recorrido estamos aún lejos de vivir en un mundo, en un país, en un Estado, sin que sea necesario seguir batallando o, como señalara Szymborska, los y las feministas siguen siendo, ay, necesarias. Miremos a México. En la mayor parte del país son más que notorias las desigualdades económicas, políticas y sociales entre mujeres y hombres como lo son también las restricciones a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. En uno y otro caso es evidente que se mantienen muchas de las razones y motivos que han impulsado a la batalla por la igualdad y equidad de género. Hay, no obstante, una dimensión que parece aún más apremiante, desafiante y dolorosa: la violencia contra las mujeres. La violencia de género niega, en su punto extremo, el derecho a la vida y atenta contra el derecho a vivir con dignidad, esto es a vivir sin el temor a ser agredida, golpeada, insultada, humillada, acosada, violada, discriminada. Los datos que tenemos al respecto no son motivo de orgullo y sí de preocupación. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) en 2011 el 46% de las mujeres de 15 años o más sufrió, por lo menos una vez, un incidente de violencia por parte de su esposo o ex-esposo, pareja o ex-pareja o novio o ex-novio; 42% han sido humilladas, menospreciadas, encerradas. Amenazadas o sujetas de algún otro tipo de amenaza o violencia emocional; 13% han sido golpeadas, amarradas, pateadas, tratadas de ahorcar o asfixiar, agredidas con un arma por su propia pareja; y 7% han sido obligadas por sus parejas a mantener relaciones sexuales sin su consentimiento. En la oficina o lugares de trabajo no les va mejor a muchas mujeres. La misma encuesta indica que 20% de las mujeres de 15 años o más sufrió algún tipo de discriminación laboral y que 15% de pasaron por situaciones en que, a pesar de las prohibiciones de ley al respecto, les solicitaron certificados de ingravidez para su ingreso al trabajo o las despidieron, no renovaron su contrato o bajaron su salario por estar embarazadas. La evolución a nivel nacional en los últimos 25 años de las tasas de defunción femeninas con presunción de homicidios es igualmente alarmantes: si en 2007 la tasa de estas defunciones fue la mitad de la registrada doce años antes, en 1985, en 2008 se da un punto de inflexión radical de modo tal que entre 2008 a 2009 se da un repunte en esta tasa del 68%. No es descabellado pensar que en los años subsiguientes se mantuviera una tasa alta o al menos superior a la registrada antes de 2007. El panorama es, entonces, agraviante e intolerante desde cualquier punto de vista. En uno de sus últimos poemas Szymborska imaginó una entrevista con Átropos, la mayor de las Moiras, las encarnaciones del destino e hija de la Necesidad, hija Zeus y Temis, y quien posee las tijeras con que se corta la hebra que sostiene la vida de los mortales. En algún momento de la entrevista se le pregunta a  Átropos: “¿Le ayuda alguien? ¿Si es así, de quién se trata?”, a lo que da la siguiente respuesta: “Graciosa paradoja. Precisamente vosotros, mortales. Diversos dictadores, numerosos fanáticos. Pero no soy yo quien los anima. Son ellos los que se apresuran a poner manos a la obra.” Hoy, el no facilitarle más la tarea a Átropos es una de las prioridades, políticas, sociales, jurídicas y morales, que tenemos como sociedad. No se necesita ser feminista para convenir en ello: basta un mínimo sentido de decencia y de amor por la vida.

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