Nos hace falta un hombre que sin mucha técnica pero exquisito en táctica y estrategia revolucionó un país desde las canchas, unió dos horizontes completamente lejanos, el infierno negro y la fortuna blanca, en el desierto del racismo y la desigualdad. Desde un encerrón de rugby planeó su vida, su mundo, su partido, su país y fue elevado a héroe nacional.
Construyó el derrumbe del paradigma del deporte, creó una imagen de victoria con el puño levantado desde el camión que lo llevaba a su ceguera de libertad; la cárcel. Ese puño se levantaría en todos los podios del mundo donde un negro se coronaba, en el 68 en México fue histórico, era el ejemplo de que el juego que se jugaba era más valioso que una medalla.
Desde la cárcel, en unas canchas de tierra y una vida por contar, en celdas estilo Alcatraz, las luchas eran pequeñas pero gigantes para la construcción de un sueño, se logró una liga de futbol entre presos, se formaron estatutos, competencias y premios, para así detrás de un balón, respirando polvo y con aplausos detrás de los barrotes, ahí en el lugar menos pensado y con un partido de fútbol, la libertad era posible.
Cuando pudo y fue figura mundial, gambeteó en las canchas con su tacto y su presencia, desde el rugby sin violencia y con inteligencia unió a toda una nación dividida, aplaudió un deporte de blancos y el mundo se rindió a sus pies, regresaba el odio con espacios equitativos y un discurso amoroso. Por eso el deporte lo llora y le agradece su labor en las canchas, porque descubrió que en el deporte está la mejor sensación del hombre: la libertad. El mejor de los datos es que no hablamos de un deportista, sino de un presidente de una nación extraordinario e inolvidable. Como dice la playera de Didier Drogba, jugador marfileño: ¡Gracias Madiba!