El pavo de Scrooge / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Sin duda la Canción de Navidad de Charles Dickens es un clásico de la temporada, sobre todo para quienes no comulgan con las pastorelas. Me atrevo a decir que es un libro casi laico, pero que no pierde ese halo mágico de la festividad gracias a los ingredientes sobrenaturales de la trama. Ojalá todos conozcan la historia, ya sea porque la leyeron o porque vieron alguna película o un montaje de teatro. De lo contrario, busquen el libro; existen ediciones económicas en papel y gratuitas en formato electrónico.

Al leer la obra de Dickens, uno no puede minimizar esos pasajes donde se describen los platillos propios de un momento histórico en determinado país (Inglaterra):

No era sólo que los higos fueran jugosos y pulposos, o que las ciruelas francesas se sonrojaran con modesta acidez desde sus cajas cargadas de adornos, o que todo estuviera a punto para comer y con sus atuendos navideños, sino que también los clientes discurrían tan apresurados y ansiosos, en la esperanzadora promesa de la festividad, que se atropellaban los unos a los otros en la puerta, magullando salvajemente sus cestos de mimbre, dejando olvidadas sus compras sobre el mostrador, retrocediendo para ir a buscarlas.

Siempre han existido platillos icónicos para cada festividad, pero creo que cada casa, cada núcleo familiar, determina los propios. Pregunté dentro y fuera de la red cuáles platillos eran representativos en Navidad, y las respuestas fueron variadas y apetitosas: paella, camarones al mojo de ajo, pierna de cerdo adobada o con frutas tropicales, bacalao, romeritos, tamales norteños, frijoles puercos, ensalada de Navidad, careta de cerdo, pollo a las brasas y pavo, sin contar el listado de los postres.

Yo no perdono la ausencia del pavo ahumado en Navidad, porque era el plato único en la casa familiar de mi infancia. Tampoco perdono el no tener fuentes plenas de romeritos y de bacalao, porque eran los platillos estelares en casa de mi abuela paterna. Saboreando lo guisado trato de revivir esos momentos de alegría infantil: las luces, las cartas a Papá Noel que eran enviadas vía un zapato, o las chamarras para ir a la escuela cuando diciembre no tenía todas las estaciones del año además de las maravillosas inversiones térmicas que destruyen las fosas nasales.

Sin duda, el pavo es uno de los iconos de la Navidad. Pero no siempre fue así. El ganso fue el ave favorita en Europa. Basta leer la descripción de Dickens:

Jamás se había visto un ganso semejante. Bob dijo que no podía creer que en ninguna época se hubiera asado un ave de aquella calidad. Su blandura y su fragancia, sus dimensiones y baratura, fueron temas de universal admiración. Mejorado todavía con la salsa de manzana y el puré de patatas, representaba una comida más que suficiente para la familia entera; la verdad: como la señora Cratchit había dicho con gran satisfacción (descubriendo un pequeño átomo de hueso en la fuente), no habían podido concluirlo. Por lo tanto, cada uno había tenido lo suficiente y los más jóvenes de los Cratchit, en particular, se habían hartado hasta las cejas de salvia y cebolla.

Curiosamente, es precisamente en este libro donde descubrimos la llegada del pavo al viejo continente. El ave cobró popularidad por su tamaño y su precio inicial: más carne por menor dinero. El pavo, nuestro guajolote, es uno de tantos intercambios continentales ocurridos hasta el momento, pues no dejarán de suceder mientras los medios de transporte sigan sus rutas. He aquí el pavo de Scrooge: “Era, realmente, un señor pavo. Seguro que no había podido sostenerse sobre sus patas, aquella magnífica y enorme ave. Se las hubiese roto en un momento, como si fuesen varitas de lacre”.

Desde el siglo IV decimos que se acerca la Navidad. Pero ya antes se celebraban diversas fiestas de invierno, como era el caso de las Fiestas de Saturno de los romanos en las cuales se daban regalos a los niños. Más tarde, en Italia, antes del niño Dios, de Sinterklaas o de Santa Clos, los regalos estuvieron a cargo de Befana (sí, una bruja pagana). Tampoco debemos olvidar el Festival de las Luces de lo judíos, existente antes del cristianismo, que ahora se sincroniza con los festejos del mesías en un curioso caleidoscopio cultural. A final de cuentas, todas las festividades invernales tienen un mismo origen: celebrar un ciclo más. Los rituales, religiosos o no, son un recordatorio. La comida es capaz de exigir la atención de todos los sentidos, privilegio de nosotros, los vivos. Un plato de comida es el recordatorio en todo su esplendor.


De vez en vez, resulta bueno recordar que la vida es algo más allá de los regalos, los aguinaldos, y nuestro afán de exhibir quién puede despilfarrar más. Unos cubiertos dispuestos para saborear lo que es único, lo que sólo se cocina una vez al año -sin importar si es una langosta Termidor o un pan con mantequilla- debe ser el agente evocador de los meses por venir y de la posibilidad de llegar vivos a la festividad del año entrante para repetir el platillo predilecto hasta hacerlo tradición de un clan, una ciudad, un país o todo un continente. Acaso para impregnarse, por unos días, de lo que Dickens nombró como un perfume especial:

¿Hay algún perfume especial en lo que estáis rociando con vuestra antorcha? preguntó Scrooge.

Sí lo hay. Es el mío.

¿Puede aplicarse a cualquier clase de comida en este día de hoy? preguntó Scrooge.

A cualquiera que se dé bondadosamente. Y más todavía a una comida pobre.

–¿Por qué más a una pobre? preguntó Scrooge.

Porque lo necesita más.


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