Cuenta la leyenda que durante el sitio de la ciudad de Bizancio, otrora Constantinopla, los encargados de la defensa de la ciudad gastaban su energía en eternas discusiones teologales en lugar de tratar de salvar al imperio. A tal grado que los turcos, al entrar triunfantes a la ciudad, los encontraron sentados en un salón en plena diatriba. Lo dicho, esto sólo es una leyenda, pero lo que sí es un hecho es la existencia de dichas controversias durante los primeros años del cristianismo. Temas como el sexo de los ángeles o las varias interpretaciones de las sagradas escrituras dieron pie a la creación de facciones que defendían su postura hasta llegar a la violencia. Tales debates son el origen de la expresión “discusiones bizantinas” que se aplica al referirse a cualquier polémica que no conduce a ningún lado, que resulta de nula trascendencia y cuyos protagonistas no darán nunca su brazo a torcer. Es, en resumen, la efigie de la estupidez.
No nos cuesta mucho trabajo validar nuestros dichos. Un ejemplo claro se oculta dentro de una quesadilla. Basta que la palabra sea mencionada para que surja un ejército de maestros quesadilleros. Sin más, las discusiones giran en torno al relleno, al origen, a la etimología, y acaso hasta al alma de la quesadilla. El cielo es el límite, ¿o será el comal?, pues se llega incluso a afirmaciones aberrantes: desde inventar significados en náhuatl hasta negar el origen español del término. De entrada, todo esto puede parecer divertido, pero luego se transforma en el espejo de asuntos más inquietantes, como seguramente ocurrió con las discusiones bizantinas originales, cuyos resultados han quedado escritos en la historia de occidente.
Según el DRAE, la voz quesadilla posee varias acepciones: 1. “Pastel compuesto de queso y masa”, 2.”dulce a modo de pastelillo, relleno de almibar, conserva o algún otro manjar”. La tercera acepción corresponde a México: “Tortilla de maíz rellena de queso u otros ingredientes que se come caliente”. Esta última se asemeja un poco a la definición que encontramos en el Diccionario de Mejicanismos de Francisco J. Santamaría: “pan de maíz relleno de queso y azúcar, cocido en comal o frito en manteca; pastelillo en forma semilunar, compuesto principalmente de queso”. Cierto, en automático causa sorpresa que sólo esté contemplada la tortilla de maíz y no la de trigo, y mucho menos la de nopal. Pero no es de extrañar el encontrar el sabor azucarado en estos términos, toda vez que en recetarios del siglo XVIII se registran platillos, que hoy en día son salados, en una versión más de repostería. A todo se le añadía azúcar porque era un artículo de lujo. Emplearlo elevaba el valor gastronómico del platillo. Aunque hoy ponemos cara de asco, lo cierto es que el paladar se acopla a las modas. La verdad es que el azúcar no ha perdido su reino, basta checar las cantidades contenidas en la comida industrializada (sí, salados incluidos).
Si meditamos un poco, lo más cercano a la quesadilla original serían los panes rellenos de Puebla o bien las sublimes coyotas de Sonora. Dichos estados podrían enarbolar el estandarte de la originalidad, pero los españoles se aprestarían a tomarlo en defensa de su primacía.
Al final, lo único que hicimos con el término quesadilla fue añadirle otra acepción, deliciosa y variadísima. Deberíamos designarlas como quesadillas mexicanas, propiamente, pero me parece que el comensal internacional ha elegido nuestra acepción como la referencia principal. Después de todo, ningún país tiene mayor número de hablantes del español que México, y el que lo sigue es la babel imperial: Estados Unidos.
La última palabra sobre la quesadilla todavía no está escrita. La gastronomía, como el arte, no es fija, siempre está en movimiento constante. En casi todo el país, la quesadilla, valga su etimología, sólo es de queso. Algunos incluso acotan que sólo lleva quesillo. Pero basta con atreverse a usar una rebanada de provolone en una tortilla para ignorar la regla. Es cierto que la quesadilla en el centro del país es un nombre genérico: frita o en comal, se rellena con lo que disponga el marchante. Los puristas indican que no son quesadillas, que se les debe cambiar el nombre: así, que una quesadilla de sesos no es tal y que debería nombrarse sesadilla. Vamos, gente, chequen la cantidad de ingredientes que son empleados como farsa de una tortilla; renombrar sería el absurdo: rajadillas, hongadillas, huitlacochedillas, uf, los tres tristes tigres estarían más tristes que nunca o por fin morirían de risa.
Creo que es inevitable que las quesadillas sean bizantinas. Parece insalvable nuestra natural tendencia a la cuadradez y la ignorancia. No sé cuántos imperios llegarán y caerán antes de que olvidemos esa necesidad de validar una y otra vez nuestra identidad. En verdad deberíamos cobrar conciencia de que el negar nuestro origen español sólo perpetúa nuestro complejo de conquistados; esto es nuestra verdadera perdición. Las cocinas criollas, o mestizas son las más ricas y generosas, y sólo han sido posibles por la comunión de las culturas. Si se duda, basta con imaginar qué sería de la comida italiana sin jitomates, qué de la francesa sin papas; peor aún: qué sería de la comida mexicana sin la crema y el queso del viejo continente.
Las eternas discusiones entre norte, centro y sur, en este país y en otros, sólo achican las fronteras, ciñen los horizontes y hacen que el mundo sea un lugar más desabrido. No sé, a lo mejor ahora querrán discutir sobre si los ángeles comen quesadillas o no, o si doblar las tortillas es cosa de Dios y enrollarlas es cosa del Diablo. Ni hablar, se equivocó el refrán: todos los caminos llegan a Bizancio.