Pensar que los vampiros se pusieron de moda con Crepúsculo es no tener buena memoria, o haber estado dormido durante las últimas décadas (¿o siglos?). Pensar que la serie de Crepúsculo es lo mejor que se ha escrito en cuanto a historias de vampiros es tener mal gusto o mala suerte. Porque el vampiro es, aún antes de la aparición de Drácula, de Bram Stoker, uno de los monstruos favoritos de los fanáticos del horror, sea en cine, videojuegos, libros, cómics o leyendas para contarse frente al fuego: desde los tiempos en que no había televisión ni radio siquiera, mucho antes de que inventaran el cinematógrafo, la gente se obsesionaba ya con este ser sobrenatural, impío, bebedor de sangre, muerto pero incapaz de descansar, dispuesto a terminar con poblados enteros con tal de satisfacer su insaciable apetito. Hay que decir algo más: desde hace mucho tiempo, aún antes de la serie de Crepúsculo y sus vampiros con glitter, los vampiros han fascinado especialmente a los y las adolescentes. ¿Será porque representan lo prohibido, el choque con la autoridad establecida, el coqueteo con lo clandestino y lo salvaje? ¿Será por la sexualidad sublimada, representada de una forma más sutil pero no menos erótica? Véalo usted así: una adolescente inocente duerme en su cama. Un extraño, obviamente el tipo de ser que los padres de la joven no querrían ver cerca de ella, entra por la ventana. Se acerca despacio al lecho, se recuesta sobre ella y mira con lujuria esa vena palpitante… La chica despierta y, en lugar de llamar a gritos a papá o a mamá, queda hipnotizada por la mirada penetrante del intruso, echa la cabeza para atrás y le ofrece la yugular. ¿No le parece una exploración del despertar sexual, a la vez atrevida y sutil?
Por supuesto, no falta quien se espante de estas historias, incluso de aquellas que tienen una clara advertencia moral en el subtexto (“aguas con esas fuerzas que luego son más fuertes que el seso”, parecen decir) y crea que no son aptas para menores de 18. O de cuarenta, dependiendo del nivel de espantadez del censor en cuestión. Ya platicaremos en otra ocasión acerca de los ejemplos que traen los libros, pero yo, en lo particular, no creo que por leer una historia de zombis los chavos vayan a salir a batear cráneos, así como no me parece que por refinarse una novela de vampiros vayan a interesarse súbitamente en su cuerpo y el ajeno. Pero aún son muchos los editores, maestros y padres que prefieren no meterse en esas camisas de once varas y optan, mejor, por darles libros que ni de broma vayan más allá de un amor imposible o un besito casto. O de un amor realista, sin seres de ultratumba que le den un toque perverso polimorfo a algo que ya les parece suficientemente perverso sin que haya muertos andantes o interés excesivo en la sangre.
Justo por eso celebro que haya autores y editoriales que le entren con entusiasmo al tema vampírico y sin caer en moralina, censura, amarillismo o lugares comunes. Entre los más recientes, recomiendo Olfato, de Andrés Acosta (y su continuación Subterráneos; ambos se encuentran en Ediciones SM); entre los difíciles de conseguir, Lost souls, de Poppy Z. Brite (traducido como Almas perdidas o La música de los vampiros, dependiendo de la edición) y, recién salidito del horno editorial, Carmilla, de Joseph Sheridan LeFanu, en una edición del Fondo de Cultura Económica. Justo de éste quiero platicarles un poco, porque me emociona mucho que el FCE se haya animado a lanzarlo, y justo en su colección juvenil.
Les cuento por qué: Carmilla no es una novedad, ya que su edición original fue publicada veinticinco años antes que Drácula, de Bram Stoker, allá por 1872. Novela corta o cuento largo, la historia habla de Laura, una jovencita solitaria que, de pronto, consigue una amiga: una muchacha que aparenta su misma edad y un ánimo melancólico parecido al suyo. A pesar de que se vuelven inseparables, la protagonista se siente a ratos inquieta porque, en ocasiones, su amiga, Carmilla, muestra un claro interés romántico en ella, lo que genera dudas y emociones hasta entonces desconocidas en Laura. Para complicar las cosas, Laura comienza a enfermar, a perder la fuerza… No les hablaré más de la trama, que puede parecerles familiar si han leído otras historias de vampiros, pero que tiene, además, una prosa a la vez delicada y emocionante, atmósferas opresivas y momentos aterradores. Lo que les diré ahora es que la edición del FCE no sólo recupera el texto original, sino que, además, lo viste con una serie de ilustraciones oscuras y hermosas, realizadas por la ilustradora Ana Juan (Valencia, España, 1961) en la mejor estética dark, lo que lo vuelve más idóneo que nunca para los y las adolescentes: una edición que le quita el aura de aburrimiento y solemnidad al concepto “clásico de la literatura”.
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