Primera entrega
Todavía creo que lo más preciado son los instantes, esos que ocurren en lo cotidiano y que, ante nuestra mirada urgida de grandes sucesos, pasan desapercibidos. Acaso esos instantes son las lágrimas perdidas en la lluvia de las que hablaba aquel replicante. Por ello, basta esta razón para escribir: la de la posibilidad de detener el tiempo mientras nos sentamos frente al teclado o garabateamos sobre cualquier papel, y sentimos que algo podremos preservar ante cualquier devastación.
A veces imagino que la escritura es como un gran salero: sazonamos, preservamos, purificamos, pero también corroemos y esterilizamos. Quizá esta época constituya la mejor mesa nunca antes servida, con la cubertería ideal para derrotar al olvido, donde las vías de comunicación parecen bifurcarse como si nadaran en un plato de fideos, y donde la red es un Gran Hermano repostero. No sé cuántas memorias quedarán suspendidas en esta atemporalidad, pero en verdad creo que serán muchas más de las que hemos visto sobrevivir al paso de los siglos de nuestra civilización.
Me gustaría dejar suspendido en el tiempo todo aquello que me ha causado asombro o placer, todo aquello que ante otros ojos resultaría nimio. Esta no será una columna sobre gastronomía ni sobre restaurantillos de moda o sobre las lecturas de la arrogancia intelectual; será una columna para que otros busquen, encuentren y degusten esas lágrimas perdidas en la lluvia nombradas por el replicante aquel de la película.
Sea. Vistamos la mesa con la primera minuta de la sal, tomada de mi última novela La casa que está en todas partes, publicada por Suburbano Ediciones:
Justo cuando despunta el sol, un ejército de hombres y mujeres descargan de los camiones los andamios que se transformarán en los puestos del tianguis. En diferentes lugares de la ciudad, en días fijos, dos hileras paralelas de toldos rosas se acoplan a las calles esperando el tumulto de señoras, señores y niños que ahí se congregan a cumplir distintas diligencias.
Mientras los vendedores de frutas abren sus huacales y forman pilas coloridas y arómaticas sobre los tablones, los de los puestos de chiles secos y semillas enrollan los bordes de las bolsas de plástico que son promesas de esquites, moles y frijoles de la olla. Están los vendedores de flores que zumban laboriosos como las abejas que los acompañarán todo el día; más allá los puestos de ropa, fayuca y chacharitas. Los de quesos y embutidos preparan tendederos donde se columpiarán los chorizos y las longanizas. Algunos preparan las “pruebas” para que el cliente se anime a desembolsar un extra.
Entre el bullicio de comerciantes emerge, magnánimo, el puesto de las carnitas. Hombres y mujeres con delantales blancos se reparten las tareas: quien prende la hornilla y coloca el cazo; quien pica veloz la cebolla y el cilantro; quien acomoda los molcajetes, con figuras de cerdito, rebosantes de salsas verdes y rojas sobre el tablón que viste un mantel floreado de plástico resistente. Y saltan por ahí los saleros en forma de jitomate, el recipiente que juega a ser florero repleto de pámpano, los platos multicolores de plástico y la tinaja con hielos que acoge refrescos de infinidad de sabores.
El comal ya humea esperando la redondez de las tortillas, y en el cazo se inicia ese susurro exquisito de la carne de cerdo friéndose en su propia manteca. Los chamorros, la trompa, el buche y la nana emergen y se sumergen en ese líquido espeso color ámbar. El aroma todo lo invade y hace salivar sólo a aquellos conocedores que se niegan a morir en este mundo de atrocidades light.
Perfectamente sincronizadas con el hambre del comensal, las diversas partes del cerdo están a punto cuando los primeros clientes se sientan en los banquitos frente al tablón: ¡uno de maciza, dos de buche, un campechano, uno de nana y cuerito! El despachador, empuñando un cuchillo que se antoja asesino, toma los trozos de carne dorada o de vísceras crujientes que escurren en un colador sobre el cazo hirviente, y sobre una tabla de madera pica el tierno tejido. Luego toma dos tortillas y tal si formaran una cuna de maíz mece los trozos suculentos para finalmente cobijarlos con cebolla y cilantro. El comensal es libre de elegir la salsa, roja o verde, y la cantidad a discreción.
Cuando el puesto se llena, llega el tiempo de los parados. Entonces se ve a los hombres de corbata inclinarse para evitar la grasa traviesa o la salpicada de salsa inevitables cuando algún trozo de carne escapa de la tortilla y cae justo en el charquito apetitoso que crece sobre el plato con cada taco consumido.
Cuando la demanda llega a su clímax el puesto de carnitas logra un ritmo acompasado pero vertiginoso. Los comensales piden su orden en voz alta y, cual si fueran cajas registradoras, los despachadores llevan el cálculo perfecto de cuántas tortillas se necesitan, qué trozos aguardan el turno en el colador, y en qué momento se destapa tal o cual refresco.
En ciertas ocasiones, en algún puesto aledaño donde se vende carne de cerdo cruda, se pueden descubrir las cabezas rosadas de los cerdos sonriendo, como si estuvieran complacidas ante el agasajo de los comedores de carnitas.