Mi tesoro, my precious / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
17/11/2024

Hace varios años, recibí una caja de cartón llena de recortes de revistas y de periódicos, libros pequeños, algunos en alemán y otros en inglés, y hojas variadas escritas a lápiz. Se trataba del legado gastronómico de una viuda alemana residente en México que había fallecido. Una amiga evitó que tiraran la caja a la basura junto con la mayor parte de pertenencias de la viuda cuando vaciaron su hogar. Yo nunca la conocí ni tampoco tenía lazo alguno con ella; solamente supe que no tenía familiares cercanos y que alguien, a distancia, había autorizado la limpieza de la que fue su casa.

De esta caja, de un libro deshojado, maltratadísimo, obtuve una receta que es un clásico en mi familia: panquecitos de cocoa. No es un libro de alta cocina sino un compendio de lo mínimo a saber para ser un ama de casa estrella. Llama la atención que muchas de las recetas tienen anotaciones y correcciones a lápiz. En esos trazos se adivina la dedicación que tuvo la viuda por la cocina, sus días de prueba y error, como si una parte de su mundo estuviera inmortalizado en gramos y cucharadas. Muchas veces he pensado que quizá ella también veía lo que yo vi en esa caja: un pequeño tesoro.

Con los años he logrado exterminar un millar de capacillos rojos con los mentados panquecitos de cocoa, que no son muy vistosos ni exigen decorados barrocos al estilo de los “cupcakes” tan de moda pero cuya miga resulta compacta, insulsa y de sabor industrial. En cambio, los panquecitos de la viuda se deshacen en la boca, y la miga es como la arena que encontraríamos si existiera un mar de chocolate. Simple: es una buena receta.

Me resulta imposible ver ese libro destartalado sin pensar que es my precious, como me resulta imposible quitarme la imagen cinematográfica de Gollum diciéndolo: cómo olvidar su vocecilla cavernosa, agridulce. Ese Gollum es un símbolo llevado a la pantalla y aprisionado ya en memes, caricaturas y chascarrillos. Creo que nunca lograré revivir la imagen que creé la primera vez que leí El Señor de los Anillos de John Ronald Reuel Tolkien. El ver la película fue como cambiar la foto de un portarretrato. Para quienes nunca la han visto, estas palabras aún son un guion para la imaginación: “En el fondo de la galería había un lago helado, lejos de toda luz, y en una isla rocosa, en medio de las aguas, vivía Gollum. Era una pequeña y aborrecible criatura; impulsaba un botecito con unos pies anchos y planos, acechando con ojos pálidos y luminosos; metía los dedos largos en el agua, sacaba un pez ciego, y se lo devoraba crudo”.

Las buenas recetas pueden surgir donde sea. El mundo está lleno de pequeños tesoros. Así ocurre cuando probamos un platillo memorable en casa ajena. En automático pedimos la receta, pero aquí surge el misterio: las más de las veces no la obtenemos, y otras veces la recibimos a medias, alterada, para asegurar que falle la reproducción del platillo. Cierto, muy pocas veces obtenemos la receta inmaculada.

No logro entender ese afán de atesorar una receta, como si en ello se nos fuera el honor de la familia. No entiendo si es un superpoder (¿el del super mandil?). Supongo que los años de patriarcado han reducido a las mujeres a ser una receta, como si se tratara de otra clase de virginidad, de nuestro valor en la sociedad. Acaso por siglos ésa fue nuestra única opción de posesión: el recetario de la familia. No sé, tal vez sea la creencia de que algún día obtendrán algo con su tesoro: ¿una marca registrada, una franquicia o la lámpara maravillosa?

Y regreso al Gollum del libro: “Era dueño de un tesoro secreto que había llegado a él en pasadas edades, cuando todavía vivía a la luz: un Anillo de oro que hacía invisible a quien lo usaba. Era lo único que amaba, su «tesoro», y hablaba con él aunque no lo llevaba consigo”.

El afán de posesión sólo es posible al ignorar que uno se posee a sí mismo, y que ello es suficiente. Imagino que aquella caja de cartón pudo irse a la basura: la cotidianidad de esta casa hubiera sido distinta sin los panquecitos de la viuda, y yo no añoraría la primera lectura de un libro ni podría contarles esta historia. La posibilidad de imaginar a una desconocida junto a sus palas, su batidora y sus moldes es el tesoro verdadero. ¿Cuántas recetas se han ido a la tumba, cuántas no pasaron de generación en generación, acaso porque alguien no quiso compartirlas?

La mesa no se pone sólo para compartir a medias. Despojándola de cualquier ínfula, pose, modita pasajera, así, simple, sencilla, resulta ser la comunión en toda su pureza. Nunca vi una foto de la viuda alemana, pero tal como hice con los personajes de mis lecturas, le puse rostro. Es lo mismo que hará el lector: imaginará los panquecitos de cocoa, imaginará a la viuda alemana o el rostro de Gollum antes de las películas. Esto es mi tesoro, my precious. Pueden pedirme la receta de los panquecitos sin temor, pues ya lo dijo Gandalf: “En la mente de Gollum había un rinconcito que aún le pertenecía y en el que penetraba la luz como por un resquicio en las tinieblas: la luz que venía del pasado. Era realmente agradable, me parece, escuchar de nuevo una verdadera voz, que despertaba recuerdos del viento, de los árboles, del sol sobre los pastos y otras cosas olvidadas”.



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