En uno de sus ensayos más seductores George Steiner escribe, como quien confiesa un hábito que le enorgullece, que “un intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano”. Parafraseando, puede decirse también que un intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando viaja tiene un lápiz en la mano.
Llevar ese lápiz ha sido crucial para no pocos escritores en sus viajes. Sea para tomar notas que después se utilizarán en alguna próxima obra o para la elaboración de una crónica del viaje en cuestión, o bien sea por el mero afán de dejar constancia de lo visto y entrevisto, de los humores y emociones, de las bajadas y subidas de los estados de ánimo, de los asombros y decepciones que se van sucediendo en el trayecto, los diarios de viaje, los buenos diarios de viaje, suelen abrir una más que apetecible ventana indiscreta donde podemos observar, sin su permiso, claro, al escritor en diálogo consigo mismo, en algunas de sus horas más personales, más caprichosas y reveladoras, más propensas al desahogo y el alivio y, en ocasiones, la impostura.
Los diarios de viaje son, en efecto, una magnífica ocasión para la autenticidad y sinceridad más absoluta, toda vez que sus páginas se despliegan como un territorio donde, para hacer eco a la caracterización de la sinceridad sugerida por Lionel Trilling, es posible ser incondicionalmente fiel a uno mismo. Esto es particularmente cierto cuando se trata de diarios no pensados como materia de imprenta, que carecen de voluntad pública.
Esta dimensión reveladora de los diarios de viaje se amplifica, al menos en el caso de quienes son dueños de una inteligencia y sensibilidad abierta, ya que no hay viaje inocente, no hay viaje que no altere certidumbres y traiga las mayores inquietudes y tentaciones. Esto lo sabemos desde las crónicas homéricas. Albert Camus lo ha dicho de manera inmejorable:
“Y, no obstante, ésa es la iluminación que le aporta el viaje. Surge un hondo desacuerdo entre él y las cosas. En ese corazón menos resistente entra con mayor facilidad la música del mundo. En esa tremenda indigencia, en fin, el mínimo árbol aislado se convierte en la más tierna y más frágil de las imágenes. Obras de arte y sonrisas de mujeres, razas de hombres plantadas en la tierra y monumentos en los que se resumen los siglos: el viaje compone un emocionante y sensible paisaje… pues lo que le da precio al viaje es el miedo. Destruye en nuestro fuero interno algo así como un decorado interior, nos priva de ese refugio. Lejos de los nuestros, de nuestra lengua, arrebatados de cuanto nos sirve de apoyo, despojados de nuestras máscaras nos hallamos por completo en la superficie de nuestras personas. Puedo decir, que lo que cuenta aquí es ser auténtico, y entonces ahí entra todo, la humanidad y la sencillez”.
Así, pues, sinceridad y autenticidad. Los diarios de viaje que Camus llevase durante sus visitas a Estados Unidos y Canadá en 1946 y a Sudamérica en 1949 son, en su concisión, una muestra de ello. La casa Gallimard los publicó en 1978, dieciocho años después de su fallecimiento y vale la pena echarle un ojo a las entradas correspondientes al otoño e invierno sudamericano del ‘49, cuando, entre el 30 de junio y el 31 de agosto, Camus visita Brasil, Uruguay, Argentina y Chile.
En 1949, Camus, con 36 años, contaba con una más que respetable trayectoria periodística, política y literaria que era reconocida lo mismo en Francia que en otras partes del mundo. Para entonces ya había publicado, entre otros libros, las novelas El extranjero (1942) y La Peste (1947), las obras de teatro Calígula (1938), El malentendido (1944) y Estado de sitio (1948), los ensayos El mito de Sísifo (1942) y Cartas a un amigo alemán (1948) y la recopilación de artículos El revés y el derecho (1937) además de que, de finales de 1943 a 1947, dirigió el periódico Combat, la publicación con mayor influencia dentro del movimiento de la resistencia francesa a la ocupación alemana. La ascendencia política y literaria, y la autoridad moral de Camus estaba, entonces, asentada. El testimonio de Hanna Arendt al respecto es más que elocuente: “Ayer -le escribe en mayo de 1952 a su esposo- vi a Camus: es, sin duda, el mejor hombre de Francia. Está por encima de los otros intelectuales”.
El motivo del viaje a Sudamérica, al igual del que realizara a Estados Unidos y Canadá, fue llevar a cabo un ciclo de conferencias organizado por el ministerio de asuntos exteriores de Francia. La diferencia es que, de acuerdo a su editor Roger Quilliot, Camus viaja por vez primera como una celebridad intelectual, papel que a Camus no dejó de incomodarle. El Diario de Sudamérica, más que mostrar algún grado de satisfacción al respecto, dejan ver a un Camus agobiado, por la enfermedad y la depresión, pero también por los compromisos que conlleva representar el papel de ser una celebridad literaria, esto es el sobrellevar almuerzos no del todo deseados o fáciles con los notables locales (poetas, novelistas, políticos), el asedio de periodistas y admiradores, la, en ocasiones, empalagosa e imprudente atención de los anfitriones, e incluso, quien lo diría, la demanda de atención de las no pocas “mujeres sofisticadas” que asistían a sus conferencias.
El Diario, desde luego, dista mucho de ser un mero compendio de quejas o incomodidades. Lo que aquí y allá se deja entrever es el modo en que Camus se permitió “escuchar la música” de un mundo que estaba conociendo.
“Siempre tuve la impresión de vivir en altamar,
amenazado, pero en el corazón de una felicidad regia.”
-A. C., El verano, 1954
Desconfiado de los aviones, Camus optó viajar en barco. El Diario comienza el mismo día en que aborda, el 30 de junio, y las primeras quince entradas se refieren a la travesía en altamar. Sin sorpresa, tratándose del autor de la crónica La miseria de Kabilia (1939), su primera observación no remite a la expectativa misma de viajar, sino a la vergüenza que siente al disponer de un camarote para su uso exclusivo mientras ve que “los pasajeros de cuarta clase se alojan en una bodega con literas amontonadas una encima de otra al estilo de los campos de concentración… algunos niños habrán de vivir por veinte días en este infierno”. Enseguida conoce a sus compañeros de viaje, a quien es presentado como el autor de La plaga, pero pronto se siente incómodo y busca refugio en la compañía de los inmigrantes que beben y cantan y con quienes, disfrutando su anonimato, se siente feliz… al menos, según anota, por diez segundos. La intranquilidad, ansiedad y un sutil sentido de exclusión se han hecho presentes a lo largo del primer día de viaje.
El mar le ofrecer cierto reposo que es, sin embargo, precario. En el segundo día de viaje anota: “Dos veces, la idea del suicidio. La segunda ocasión, miraba aún el mar. Siento un ardor terrible en mis sienes. Creo entender ahora cómo se mata uno a sí mismo… La superficie de las aguas está ligeramente iluminada, pero sientes su profunda oscuridad. Así es el mar y esto es por lo que le amo. Un llamado a la vida y una invitación a la muerte”.
Los días y las noches de la travesía se suceden bajo esta continua oscilación: la pesadumbre por la fiebre, la monotonía, el insomnio, la soledad y la tristeza se alternan con momentos de paz, de trabajo, de cierto bienestar, de convivencia con los pasajeros, con el ejercicio físico y la súbita aparición de una ballena y otra embarcación. El único momento de plena tranquilidad que obtiene en la travesía es cuando el barco realiza, por unas cuantas horas, una parada técnica en Dakar. Entonces anota, “encontré de nuevo el olor de mi África, un olor de miseria y abandono, un virgen, pero también fuerte olor cuyo atractivo conozco… por primera vez me acuesto ligeramente tranquilo”.
Y, la mar siempre, omnipresente como la luna en las noches, que “tan bien acompañan a la tristeza”. A dos días de arribar a Brasil, Camus escribe estar listo para “… empezar a vivir de nuevo, hablar. Gente. Rostros. Un rol que jugar”, a lo que se apresura añadir: “Necesitaré más coraje del que me siento capaz. Afortunadamente, estoy en buena forma física. Aunque hay momentos en que preferiría evitar a otros seres humanos”.
“…y de nuevo, un día, en las playas de Brasil, comprendí
que para mí no existe un placer mayor que sentir bajo los pies la arena
virgen mientras ando al encuentro de una luz sonora, henchida del canto de las olas.”
-A.C, Carnet, 3, 1951-1959
Imposible. Ha llegado a Brasil, con sus, entonces, cerca de 52 millones de habitantes de los cuales no puede evadir a un puñado de ellos. Ahí comienza, según escribe, “el calvario”, pero, pronto sabemos que es un “calvario” que también le proporciona diversos motivos para el asombro, la admiración y ciertas experiencias memorables. La persistencia de sus males físicos no le impidió a Camus escribir en su diario cada uno de los 31, 32 días que estuvo en Brasil. A diferencia de lo anotado durante la travesía, el registro aquí muestra una mayor vivacidad, curiosidad y extensión. Cierto que los malestares y la depresión no lo abandonan, pero sus inscripciones de ello se vuelven más espaciadas y menos enfadosas, con la excepción de las entradas del 22, 25 y 26 de julio, días en que la fiebre y la gripa lo acosan de manera especialmente molesta hasta que lo tumbaron literalmente en la cama y le hacen sentir “un furioso deseo de regresar a casa”.
Los días de Camus en Brasil son, así, más animados y luminosos en parte. Su agenda incluye, además de las conferencias, participaciones en mesas redondas, entrevistas en la radio, conferencias de prensa, y almuerzos, muchos almuerzos, con los notables locales. Pero Camus se las arregla para hacerse de un itinerario más próximo a su curiosidad e intereses. Pide, por ejemplo, que lo lleven a ver un partido de futbol -hecho que entusiasma a sus anfitriones que, en cuanto les platica sus hazañas como portero en el Racing Universitaire d’Argel, entran en “delirio general”-, asesora a unos jóvenes actores que están montando su obra Calígula (1938) y, de manera especial, asiste a tres ceremonias rituales, macumba, bomba-menboi y candomble, y a la procesión de la Piedra que crece que se lleva a cabo en la iglesia del Buen Jesús en Iguape.
Difícilmente puede decirse que le hubiesen impresionado mayormente estas ceremonias. Cansado y agobiado por el frenesí y ambiente de la macumba, sale del lugar donde ésta se realiza a tomar aire fresco y escribe, “Me gustan la noche y el cielo más que los dioses de los hombres”. Por su parte la bomba-menboi la aprecia como un espectáculo extraordinario, pero también como una ceremonia grotesca e inacabable y, finalmente, el candomble le pareció “un danza mediocre expresando rituales en decadencia”, si bien no dejó de sentirse encantado por la gracia, dulzura e inocente melancolía de una de las danzantes. Iguape, en cambio, le conmueve más. Ve en la procesión un crisol étnico, una mezcolanza de nacionalidades y clases sociales -“gauchos, japoneses, nativos, métis, personas distinguidas y elegantes”- y la ciudad misma le parece impregnada de una “melancolía muy particular; la melancolía de los lugares donde está el fin de la tierra”. Las ceremonias y la procesión permanecieron largo tiempo en la memoria de Camus, lo suficiente al menos para proveer una buena parte de materia prima de su relato La piedra que crece que cierra el último libro de narrativa que publicase en vida, El exilio y el reino (1957).
El registro del itinerario en Brasil está animado aquí y allá de observaciones agudas y un tanto escépticas. No deja de anotar desde el primer día la impresión que le causa ver no sólo los altísimos niveles de desigualdades sociales y económicas prevalecientes sino a su vez la estrecha cercanía territorial con que estas desigualdades coexisten: “nunca he visto -escribe- la riqueza y la pobreza tan insolentemente entrelazadas”.
Al final del día, el Brasil que ve Camus es un país pleno de fuerza, color, pero también colmado de contradicciones. Anota: “En este inmenso continente lleno de fuerzas naturales y primitivas, Brasil, con su delgada coraza de modernidad, me hace pensar en un edificio que va ha ser roído por termitas invisibles. Un día el edificio se derrumbará y un enjambre de gente pequeña -negro, rojo y amarillo- se esparcirán por la superficie del continente, enmascaradas y armadas con lanzas, para la danza de la victoria”.
“…la ansiedad y la melancolía me impiden dormir.”
-A. C., Diario de Sudamérica, agosto 20 de 1949
Cuando abandona Brasil y se dirige a Uruguay, la depresión vuelve a manifestarse de manera punzante. En el avión que le lleva a Montevideo, escribe que se siente “terriblemente triste y con un sentimiento de aislamiento” y, más aún, “estoy obligado a admitir que por vez primera en mi vida me siento en la mitad de un colapso psicológico”.
Su estancia en Montevideo es breve, apenas un par de días. No deja de anotar la mala recepción que tuvo de parte de los funcionarios franceses encargados de atenderlo y la buena impresión que le causa la ciudad, así como el alivio de estar en un país que habla español, idioma que conoce bien. Después se dirige a Argentina, a Buenos Aires, donde permanece también sólo un par de días. Pero aquí la estancia de Camus fue un poco menos reposada que en Uruguay. Para empezar porque poco antes de su arribo a Buenos Aires, Camus se enteró que la puesta en escena de su obra El malentendido había sido prohibida por la censura peronista y, en seguida porque, al negarse de manera firme y clara a someter a revisión su conferencia, que sería sobre la libertad de expresión, por parte de las impresentables autoridades argentinas, canceló sus presentaciones. Como colofón, Camus pidió que su estancia en Argentina no tuviese carácter oficial. Además, la ciudad le pareció fea.
Las cosas mejoran sensiblemente cuando llega a la Villa Ocampo, casa de su amiga Victoria Ocampo, escritora y editora de la revista Sur, revista que, por cierto, tuvo el innegable mérito de introducir la obra de Camus en América Latina. En Villa Ocampo, una casa que le recordó el esplendor de las casas de Lo que el viento se llevó, pudo descansar y tener su “primera tarde de real relajamiento desde mi salida”.
El reposo le será efímero. Cuando llega a su nuevo destino, Chile, país que le parece hermoso, retornan la fatiga, la enfermedad y la depresión. La entrada del 16 de agosto es concluyente: “Día infernal… aburrimiento hasta las lagrimas”. Aquí, de nuevo, la realidad política le alcanza: su conferencia, que debería llevarse a cabo en la Universidad de Chile, fue removida al Instituto Francés, ya que, justo ese día, los estudiantes tomaron la Universidad en protesta por el aumento de precio del pasaje urbano. Para cerrar el día, las autoridades declararon el estado de sitio.
Después de ciertas complicaciones logísticas, resultas por Victoria Ocampo, Camus regresa a Montevideo donde participa en un par de debates. En el primero de ellos encuentra a un viejo conocido, el escritor español José Bergamín, “un hombre hipertenso cuya energía es puramente espiritual. Amo este tipo de hombres”, pero su ánimo, a pesar incluso de estar acompañado parte de la tarde y la noche, por la bella agregada cultural, no mejora demasiado. La ansiedad y la melancolía se resisten a abandonarlo.
Su última parada es en Río de Janeiro donde da una conferencia y participa en un debate con estudiantes y académicos. Sus dos últimos días en Brasil no son apacibles ya que su malestar físico se intensifica sin que pueda dejar de atender sus compromisos y sin que sus anfitriones adviertan su enfermedad. En su última entrada anota. “Enfermedad. Bronquitis por lo menos”.
Camus regresa a Francia en un estado de salud aún más precario del que tenía cuando inicio su viaje el último día de julio. Al parecer, según su biógrafo Oliver Todd, le tomó varios meses recuperarse. Pero también regresa a su casa con un diario lleno de notas, apreciaciones, observaciones que, más que develarnos los misterios de los lugares que visitó, nos permite entrever parte de los entresijos de un hombre que, por lo demás, vivió en permanente exilio, en un continuo viaje en búsqueda de un lugar para sí.
Nota de las fuentes. La referencia de Steiner se encuentra en su ensayo El lector infrecuente (1978), incluido en Pasión Intacta. Ensayos 1978-1995 (Siruela, 1997). La primera, y un tanto extensa cita de Albert Camus proviene de su libro El revés y el derecho (Alianza, 2006). La referencia de Lionel Trilling es de Sincerity and Authenticity (Harvard University Press, 1972). El Journaux de voyage fue editado por Gallimard en 1978. Aquí utilizó la edición inglesa, American Journals, realizada en 1990 por la editorial inglesa Abacus con traducción de Hugh Levick y una breve introducción a cargo de Roger Quilliot, editor de Camus y responsable de la edición de la obra completa de Camus para la Pléiade de Gallimard. La referencia de Arendt la da Tony Judt en su libro The Burden of Responsability (University Of Chicago Press, 1998). La biografía de Olivier Todd, Albert Camus. Una vida, fue publicada por Tusquets en 1997.