Sin otra pretensión que disfrutar el ocio de leer un cuento, me uno al regocijo de quienes han recibido con sorpresa, la noticia de que la escritora canadiense Alice Munro ha sido galardonada con el premio Nobel de Literatura 2013, que se dio a conocer el pasado jueves 10 de octubre, siendo ella la decimotercera mujer en recibir este reconocimiento por la Academia Sueca. Es considerada como la maestra del relato breve contemporáneo que evoca las debilidades de la condición humana, y por ello se le llama “la Chejov canadiense”.
En lo personal, me recuerda mis inicios en la lengua francesa por allá de los años 1978-1979 en la ciudad de Quebec, en que un enérgico maestro de Francés a nivel de bachillerato, nos repetía con sonriente autoridad que “la Grammaire c’est la Grand-mére” –juego de palabras que asocia a la Gramática, no muchas veces tan querida, con la abuela–, y nos hizo leer de cabo a rabo lo que para él era el libro fundamental del espíritu Quebecquoi: “Menaud, mâitre draveur” de Félix Antoine Savard, 1937. Una novela fundacional en rescate del patrimonio ancestral del pueblo francés migrado allí, de recios leñadores que conducían río abajo los corpulentos troncos de añosos árboles tumbados de los bosques y echados a flotar, haciéndolos avanzar como una increíble alfombra de madera sobre las aguas rápidas que desembocaban en las riadas que finalmente conducen a los aserraderos y al mar.
Evocación que me lleva al imaginario de otro genial cuentista que es Alphonse Daudet y que nos dejó en su libro: “Lettres de mon moulin” (Cartas desde mi molino) un testimonio muy vivo de este género literario, y que no son otra cosa que deliciosos relatos emanados de la ironía finísima de gran autor, de lo que algunos especialistas dan por llamar un “género menor”. Bueno, pues la Academia Sueca nos pone en el foco de la importancia de esta narrativa que, contemporáneamente, también relata las múltiples miradas sobre la frágil condición humana. Me tomo la licencia –no sin osadía– de hacer una traducción libre del original Escuchemos, pues, a un maestro del relato corto, en su “Nostalgias de Caserne”.
“Esta mañana, a las primeras claridades del aurora, un formidable redoble de tambor me despertó con sobresalto… Rataplan, plan plan… ¡Un tambor en mis pinos y a semejante hora! He aquí que es algo singular. De prisa, de prisa, me lanzo debajo de mi lecho y corro a abrir la puerta. ¡Nadie! El ruido se había callado. De en medio de una viña salvaje empapada, dos o tres Martín pescadores emprenden el vuelo sacudiendo sus alas… Una pequeña brisa canta en los árboles… Hacia el oriente, sobre la cresta fina de los Alpes, se escancia un polvo de oro desde donde el sol sale lentamente… Un primer rayo roza el techo de mi molino. Al mismo tiempo, el tambor, invisible, comienza a batir en los campos escondidos… Rata plan, plan plan. ¡Quién diablos puede ser! Yo lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién es el salvaje que viene a saludar la aurora al fondo del bosque con un tambor? Yo tengo buen ojo, y no veo nada… nada que el tufillo de lavanda y los pinos que descienden precipitadamente hasta el fondo sobre la carretera… ése tal puede estar por allí en los macizos, en cualquier manchón escondido para burlarse de mí… Sin duda es Ariel o el maestro Puck. El chiste estará dicho, en cuanto pase delante de mi molino.
Ese parisino está bastante tranquilo por allá, vamos a darle su alborada.
Por qué, él habrá tomado un tambor grande, y ¡rata plan, plan plan! –rata plan, plan plan! ¡Te vas a callar!, miserable Puck. Vas a despertar a mis cigarras.
Y, ¡no era Puck!
Era Gouguet François, apodado Pistolet, tambor a la 31ava generación en línea, y por lo pronto en semestre de descanso. Pistolet se aburre en el campo, tiene nostalgias, ese tambor, y cuando uno tiene a bien prestarle un instrumento de la comunidad, él se va, melancólico, a tocar la caja en el bosque, cerca del cuartel del Príncipe Eugenio. Estaba sobre una pequeña colina verde que él ha venido a despertar hoy. Está ahí, parado contra un pino, con el tambor entre sus piernas, y dándose gusto a placer… El vuelo de las perdices enojadas arranca de sus pies, sin que él se dé cuenta. El olor del tomillo perfuma a su alrededor, pero él no lo huele. El no ve las finas telarañas que tiemblan al sol entre las ramas, ni las agujitas de pino que saltan sobre su tambor. Todo está a merced de su sueño y su música, él ve amorosamente volar sus baquetas, y la gruesa nariz sobre su rostro se expande de placer a cada redoble. Rata plan, plan plan!
Ah, que si es bello el viejo cuartel, con su patio de grandes placas de recubrimiento y ventanas perfectamente alineadas, y su gente con bonete de policía, y sus arcadas bajas llenas del ruido de cadetes. ¡Rata plan, plan plan!
¡Ah, esa escalinata sonora, sus corredores pintados a la cal, la sala olorosa, los cinturones que hacen relucir, la mesa del pan, las latas de la cera, las cantimploras de cubierta gris, los fusiles que refulgen en los casilleros. Rata plan, plan, plan.
¡Oh, lo buenos días del cuerpo de guardia, las cartas que juegan sobre los dedos, las damas que pasean arrogantes con vestidos a plumas, el viejo Pigault-Lebrun despatarrado que está a la retaguardia, sobre el lecho de campaña. ¡Rataplan, plan, plan. ¡Oh, las largas noches de guardia a la puerta de los ministerios!, la vieja garita en donde entra la lluvia y los pies están fríos… Los coches de lujo que ustedes salpican al pasar… Oh, los trabajos extra, los días encuartelados, los bancos que apestan, las orejeras apretadas, las dianas frías por la mañana lluviosas, el retiro a las baracas a la hora, que se pone a alumbrar el gas, el toque de noche cuando uno llega sin aliento. Rata plan, plan, plan.
¡Ah, los bosques de Vicennes, los largos guantes de algodón blanco, los paseos por sus fortificaciones… Oh, el muro de la Escuela, las hijas de los soldados, el colegial del Salón Mars, el licor de absinthe entre los sorbos, las confidencias entre dos parroquianos, los cerillos que uno enciende, el romance sentimental que se canta con una mano sobre el corazón!
Sueña, sueña, ¡pobre hombre! Yo no seré quien te impida tocar fuertemente tu caja. Toca al juego dos brazos. Yo no tengo el derecho de verlo ridículo. Si tú tienes nostalgia del cuartel, ¿acaso no tengo yo una nostalgia del mío?
Mi París, me persigue hasta aquí como el tuyo. Tú tocas el tambor bajo los pinos, ¡tocaj! Yo te imito. Ah! Los buenos provincianos que nos hacemos. Por allá, en los cuarteles de París, echamos de menos Los Alpes azules y el olor salvaje de sus lavandas, ahora, aquí, en plena Provenza, nos falta el cuartel, y todo aquello que nos lo recuerda es querido!
Las ocho horas suenan en el pueblo. Pistolet, sin dejar sus baquetas, se pone en camino de regreso. Uno lo escucha descender bajo el bosque, siempre tocando. Y, yo, acostado en la hierba, enfermo de nostalgia, yo creo ver, al ruido del tambor que se aleja, todo mi París entero entre los pinos… ¡Ah, París!…. ¡París! ¡Siempre París!