De tantas veces repetida, la historia no debería tener ya mayor relevancia: un huracán golpeó las costas nacionales y las lluvias que lo acompañaban causaron severos daños, tanto en la infraestructura y carreteras como en los asentamientos humanos; dejando una secuela de destrucción, muertos, desaparecidos y damnificados. Con escasos matices, la misma nota se ha repetido desde los tiempos de la Colonia, cuando ya existían crónicas hasta la más reciente actualidad, en que los huracanes Ingrid y Manuel azotaron Golfo y Pacifico respectivamente y nos dejaron en una situación de emergencia que se asocia a las existentes y las que vayan apareciendo, dejando la cromática del semáforo nacional permanentemente en naranja tirando a rojo.
Si bien parte del problema recae en factores imponderables e ineludibles, pues huracanes y tormentas son consecuencia de la física de las corrientes atmosféricas, de las que no se tiene control, el impacto en los asentamientos y actividades humanas si depende de las acciones y omisiones de las sociedades y sus formas de gobierno, del conocimiento de la realidad que vayan generando y, más importante, de su capacidad de aprendizaje, predicción y prevención. La ubicación a la rivera de ríos y cuerpos de agua fue un imperativo de supervivencia de los primeros asentamientos humanos, las inundaciones derivadas de la elevación de los niveles una consecuencia casi ineludible, hasta que el hombre aprendió cuáles eran los niveles cotidianos de esos incrementos y, aún más importante, a controlarlos mediante diques. De esta manera uno de los primeros signos de civilización fue la no plena dependencia de las fuerza de la naturaleza. Bajo esta perspectiva habría que cuestionar, en principio, hasta qué punto se puede considerar “civilización” a la particular forma de organización nacional.
Partamos que algo del desastre actual es de nuevo cuño, desde la insólita coincidencia que dos huracanes simultáneamente ataquen ambas costas, al proclamado efecto del cambio climático que ha incrementado la intensidad de estos fenómenos; pero a partir de aquí empieza la historia vieja: los cerros se desgajaron y sepultaron comunidades, en mucho por efecto de la tala y deforestación, que ha hecho perder la capacidad de absorción del suelo; los taludes de carreteras y caminos rurales se derrumbaron por efecto de las avenidas de agua y de la mala planeación y construcción de los mismos, pues la tónica demanda que salgan baratos, no que sean funcionales; los asentamientos humanos en áreas de riesgo, antiguos cuerpos de agua y zonas de inundación, fueron recuperados por el agua volviendo a sus querencias, pues teniendo memoria siempre regresa a lo que fue suyo. Con escasos matices esta ha sido la historia de todos los desastres hidro-climatológicos salvo en Acapulco, donde dio un nuevo giro secundario a las especiales formas del Estado Mexicano.
En los recuentos de daños por huracanes, un primerísimo lugar lo ocupan los “asentamientos humanos irregulares”, zonas donde pese a no estar reglamentadas se van levantando viviendas, por venta irregular o invasión, usualmente de los sectores más pobres y marginados de la sociedad quienes no tienen acceso al mercado “regular” de vivienda. Estas zonas no autorizadas para vivienda son calificadas así por no ser factible la dotación de servicios urbanos, como son los cerros y elevaciones, o por contener algún factor de riesgo, como puede ser estar en la zona de inundación de un cuerpo de agua. Si bien el oficio de agorero tiene sus altibajos, en caso de desastres puede presumir una certeza casi total: si un asentamiento está en área inundable, se inundará en cuanto las lluvias rebasen lo cotidiano. Y en cada ciclón las “autoridades” claman que se reubicarán esos asentamientos y ya no se permitirá en lo sucesivo que se ocupen estas zonas… para repetirse la historia a los pocos años.
Pero Acapulco pudo aportar un nuevo giro a la vieja historia: esta vez fueron colonias regulares, planificadas, construidas de acuerdo a todos los reglamentos las que se vieron anegadas por las avenidas de agua. Después del desastre de “Paulina” en 1995, cuando el agua arrasó colonias precaristas y se llevó a más de 200 de sus habitantes, se suponía que el puerto había aprendido su lección y que un ordenamiento urbano “como se debe” se daría a partir de este punto, donde los mapas de riesgo indicarían en dónde sí y en dónde no; hasta que un nuevo huracán evidenció que nada ha cambiado, salvo que ahora los ganadores fueron grandes constructoras.
La función reguladora es fundamental a un Estado Moderno, pues si bien se cuestiona la intervención directa, en el caso de la regulación, lo mismo en los mercados financieros que en la construcción urbana, es básica para la buena marcha de la sociedad en general. El mayor problema es que una buena regulación no solo requiere experiencia y un buen cúmulo de conocimientos técnicos y científicos, sino una autoridad capaz de aplicar las reglas sin ambigüedades y eso es el gran déficit de México. Diga lo que diga la regulación, lo mismo el ciudadano enfrentado a una multa por exceso de velocidad que un constructor queriendo ampliar su ganancia bajando la calidad de materiales, buscan darle la vuelta y el mayor beneficio. Y sí, la tasa de muertes por accidentes vehiculares en el país es de las mayores del mundo y con cada desastre natural veremos repetir la triste historia de sus efectos.