Como el Chupacabras, como las profecías de Nostradamus, el Triángulo de las Bermudas tuvo su momento de auge. Desde finales de la década de 1960, hasta principios de la década de 1980, el área comprendida entre las Bermudas, Puerto Rico y el extremo sur de la Florida -el equilátero del mal, triángulo del Diablo, pirámide bidimensional de la perdición, o como guste llamarle- fue pretexto, tema y objeto de estudios, noveluchas y malas películas, elaborados por pseudocientíficos, escritoretes y cineastas patito. Las revistas sobre fenómenos paranormales cobraban credibilidad si ubicaban sus “noticias” en el Triángulo. A los Maussanes de aquellos años les bastaba mencionar el Área 51 o las aguas cercanas a Miami para apuntalar sus argumentos de escándalo.
Y no era para menos, en esa área de más o menos un millón de kilómetros cuadrados, todo desaparecía: aviones, yates, barcos, personas. De pronto se encontraban naves en perfectas condiciones, pero sin tripulación -así como el Demeter, en que viajó Drácula-; se esfumaban cargueros que nunca emitieron señales de emergencia; yates alemanes y canadienses que reportaron calma y tranquilidad, nunca llegaron a su destino; incluso un escuadrón completo de entrenamiento de la fuerza aérea estadounidense se desvaneció.
La euforia por el misterio del Triángulo de las Bermudas ha tenido tal alcance que se han filmado películas y programas de televisión acerca del tema con relativa frecuencia desde 1978. Todavía en 2005 apareció una miniserie, bastante malita, cuyos personajes habían sobrevivido a tragedias ocurridas en esa infausta región. Incluso la venerable, legendaria, inmortal Dimensión Desconocida visitó el asunto en aviones que viajaron en el tiempo después de atravesar una tormenta eléctrica o en barcos en que la misma historia se repetía incesantemente, hasta la eternidad. Sin embargo, es claro que la cuestión va que vuela para recuerdo. Cada vez hay menos misterio, las desapariciones encuentran explicación, las estadísticas revelan que el área no es tan malévola como se pensaba. Ahora resulta que es una ficción.
O por lo menos así lo creen los escépticos. Yo, por mi parte, tengo mi teoría. Después de haber leído el horóscopo del Triángulo de las Bermudas con minuciosa atención, de haber consultado el I Ching y de haber encausado mi Ki, he descubierto que el triángulo no ha dejado de existir. Lo que ocurrió fue que ha cambiado de lugar. Seguramente el calentamiento global, la caída de la URSS y la inclinación de la Tierra provocaron una suerte de chanfle desplazatorio que además de “mover” la región misteriosa, también la redujo significativamente. Según mis cálculos, actualmente se ubica justamente arriba de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, y su tamaño es más o menos el del campus central.
Las contundentes pruebas: Si usted visita la UAA se topará con una serie de conductas extravagantísimas que, inexplicablemente, no ocurren fuera de ahí. Nadie ha tenido que explicarle a los universitarios que los peatones tienen el paso antes que los automóviles, sin embargo es claro que todos lo sabemos (bien, casi todos, nunca falta un pelmazo) pues es cuestión de que alumnos o maestros crucen la calle para que los automovilistas se detengan. Por otro lado, no hay carriles exclusivos para ciclistas, y éstos y los caminantes parecen convivir sin grandes problemas en las instalaciones. Otro ejemplo, si alguien deja el seguro de su automóvil arriba, o la ventana abajo, los guardias bajarán el primero y subirán el segundo, además de que dejarán una nota informándonos del hecho. Más aún, hay cientos de televisiones de alta definición en igual número de salones, y ahí siguen después de meses (es decir, casi nadie ha tenido la intención de “extraerlas” sin permiso). El colmo, la sonrisa es moneda de cambio una y otra vez (menos con una señora de las copias que es bien gachota y cuya ubicación no revelaré nomás para no hacerle publicidad). Seguramente hay excepciones, la UAA está lejos de la perfección, pero es claro que la civilidad es una constante ahí adentro.
El misterio es dónde demonios están los egresados. Después de 40 años, es claro que el porcentaje de la población vinculado con la Universidad sería notable. Pero al parecer los estudiantes nunca salieron de ahí. Miles de familia han visto cómo sus jóvenes entran a estudiar, cursan semestre tras semestre, adoptan sanas costumbres de respeto y buenas maneras, y finalmente, desaparecen. La ciudad a la que, nos han dicho, vuelven los egresados es cada vez más grosera, ruidosa e incivilizada. Los peatones deben desarrollar, por mera congruencia evolutiva, ojos en la nuca para escapar de los salvajes al volante (esos que interpretan los pasos de cebra como su sitio de arrancada para la carrera). Los ciclistas no se llevan bien con los camioneros, ni con los taxistas, ni con los peatones; vamos, ni entre ellos. Los automóviles abiertos son objeto de robo, los automóviles cerrados, también. La sonrisa se ha reservado para los bebés, los perritos y la marejada de fotos de gatos haciendo nada, el resto son enemigos que merecen el colmillo pelado de la fiera.