“Ser gobernado es ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, sometido a la ley,
numerado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, checado,
estimado, evaluado, censurado, comandado, por criaturas
que no tienen el derecho, ni la sabiduría ni la virtud para hacerlo.”
Pierre-Joseph Proudhon. Idea General de la Revolución en el Siglo XIX, 1851
Estados Unidos espía a México. Nada nuevo. Lo ha hecho por décadas y seguirá haciéndolo en el futuro mediato e inmediato. Sorprenderse de ello es fingir candidez o, peor aún, ser realmente cándido. Lo sorprendente sería que no lo hicieran. Lo chocante es que, al parecer, no lo hagamos nosotros o, al menos, no con la misma eficacia. Indignarnos tampoco nos llevará a mucho más allá de procurarnos cierto desahogo. Exigir disculpas ayudará a compensar en algo el peso de la afrenta -de hecho, esta demanda sería más para consumo interno- pero no es nada seguro ni que se obtengan ni mucho menos que los norteamericanos suspendan su espionaje. A lo más reforzarán los protocolos de seguridad para evitar nuevas filtraciones delatoras.
El espionaje es tan viejo como el poder. Es parte de su ADN: una de las formas invisibles de su ejercicio. Procura resolver asimetrías de información que se estima crucial para la conservación y expansión del poder. Espiar proporciona información que, utilizada de manera inteligente, eventualmente ayuda a redefinir las situaciones de poder en ámbitos tan diversos como el militar, el político, el económico y el tecnológico. Pero también puede suministrar información personal, íntima de hecho, sobre aquellos ciudadanos sobre los cuales se calcula que, en determinados momentos, será útil desplegar las añejas artes de la coerción, intimidación o del abierto chantaje.
Espiar es, entonces y por definición, una actividad que ha de llevarse a cabo en secreto no porque ultraje a terceros o quebrante normas legales, sino por una razón pragmática: de ser expuesta a un mínimo de publicidad, de ser conocida por personas fuera de los círculos de quienes las ordenan y realizan, simple y sencillamente no podrían ser realizadas o, en todo caso, no se obtendría lo que se espera de ello. Mantener esa secrecía aparece, desde la razón de Estado, desde la razón del poder, no tanto como una prerrogativa sino como una responsabilidad. En este sentido es que todo poder, todo Estado aspira a ser omnividente e invisible.
Ello ayuda a entender por qué, entre otras cosas y en palabras de Norberto Bobbio: “Ningún Estado ha renunciado [al espionaje o contraespionaje] porque no hay mejor modo de saber las acciones ajenas que el de tratar de conocerlas sin hacerse conocer y reconocer.” (El futuro de la democracia, FCE, 1986.)
Por contradictorio o paradójico que parezca, esta invisibilidad y secrecía, esta persistencia del espionaje, en el ejercicio del poder ha podido convivir no sólo con la democracia –idealmente un régimen de gobierno apegado a la vigencia del derecho, la transparencia de lo público y el resguardo de lo privado-, sino también con la dinámica de cambio en las relaciones entre países. Sea en tiempos de guerra o de paz, sea entre aliados o adversarios, sea entre vecinos distantes o cercanos, sea entre naciones desarrolladas o emergentes, los países se espían unos a otros de acuerdo a sus posibilidades técnicas y económicas, de sus intereses políticos, militares y económicos y, desde luego, del alcance e intensidad de sus muy peculiares paranoias. No hay nada por ahora que nos indique o siquiera sugiera que esto va a cambiar en los años por venir.
Lo que sí se ha modificado de manera muy notable son las modalidades, alcances y costos de las labores de inteligencia y espionaje. Estos cambios podemos advertirlos, al menos, en cuatro aspectos.
El primero es de orden ideológico. Si a partir de que estalló la Guerra Fría, el espionaje internacional fue justificado y promocionado como una extensión de la lucha entre el comunismo y el capitalismo, al concluir esta Guerra, el espionaje internacional se desideologizó. Ello, curiosamente y salvo por un periodo más bien breve y anecdótico, no implicó una crisis de identidad de las agencias de espionaje o de inteligencia a nivel internacional sino su reforzamiento. Al desprenderse de estas coartadas ideológicas, el espionaje y las actividades de inteligencia adquirieron, por decirlo de algún modo, un rostro más crudo pero a la vez más real y se tendió a situarlas en el centro de las políticas de seguridad nacional, es decir en el núcleo duro del ejercicio llano y simple del poder. El hecho de que, sobre todo a partir de la intensificación e internacionalización de las actividades terroristas, cada gobierno haya entendido como parte de su soberanía el definir y glosar bajo sus propios criterios el significado que puede tener la noción de seguridad nacional no hizo sino complementar esta desideologización.
Y, en efecto, la seguridad nacional se ha vuelto un concepto muy flexible cuyo margen de utilidad es mayor conforme menos preciso sea su contenido. Así la seguridad nacional puede referirse, según el momento, a seguridad militar, seguridad tecnológica, seguridad política, seguridad económica, seguridad fronteriza, seguridad financiera, seguridad ambiental, etc. Gracias a ello las actividades de inteligencia y el espiar ya no se realiza para contener una revolución comunista (el macartismo se volvió plenamente obsoleto) o para resistir la próxima agresión imperialista (el guevarismo se volvió también del todo obsoleto): en el mundo posterior a la Guerra Fría y al 9/11 se espía en nombre de la seguridad nacional, esto es nombre de todo y nada.
Un segundo cambio es que las actividades de inteligencia y el espionaje son hoy crecientemente virtuales. Su despliegue y eficiencia y eficacia depende cada vez más de los avances tecnológicos que de la habilidad, perspicacia, temeridad o sentido del honor de los espías o agentes de seguridad. El espionaje está, entonces, desdramatizándose: su escenario, su puesta en escena ya no tiene lugar no en las calles, plazas, oficinas, cuarteles, pasillos y, claro, recamaras que compartían espías y espiados, sino en los fríos e impersonales gabinetes o laboratorios informáticos.
Un efecto colateral de ello ha sido la devaluación de la figura y el oficio del espía que alimentó de manera tan fértil la imaginación popular en los últimos sesenta años. El espía y el contraespía ya no son los viejos aventureros, o los nobles héroes de la libertad o los insignes compañeros de ruta de la revolución, sino el homo nerd y una ramificación de éste, los hackers. No es que el espía a la vieja usanza se haya extinguido del todo, de hecho sigue en operaciones aquí y allá, pero es evidente que hoy la mayor parte de la información que demandan y gestiona los sistemas de seguridad nacionales no se obtiene a partir de sus buenos oficios. Como anotase Evgeny Morozov, “Los Databases son mejores que los funcionarios de la STASI.” (The Net Delusion. The Dark Side of Internet Freedom, Public Affairs, 2011). Los mismos héroes de la contrainteligencia muestran esta mutación: Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, así como los filtradores Bradley Edward Manning (o Chelsea Elizabeth Manning), y Edward Snowden, por mencionar a los más visibles, dieron cause a su activismo e indiscreción desde una computadora, desde una laptop.
El tercer cambio radical es que, bajo una definición de seguridad nacional tan maleable, los sujetos u objetivos de las actividades de inteligencia y espionaje se han multiplicado a la medida exacta de la paranoia que informa y justifica estas prácticas. Sus funciones son las mismas -resolver asimetrías de información y contar datos lucrativos para la intimidación y el chantaje- pero las personas, organizaciones y países dignos de atención son ahora innumerables. Ya no es necesario siquiera parecer sospechoso de ser terrorista, disidente político o encarnación de algún tipo de amenaza para merecer la atención de los servicios de seguridad: desde un ciudadano común hasta un Jefe de Estado pueden recibir este dudoso honor. He aquí una extraña modalidad de la noción de igualdad que hubieses ruborizado al mismo Tocqueville.
También la minuta de datos que se recolectan se ha vuelto infinito. Además de las tradicionales opiniones o actividades políticas, ahora se considera valioso conocer los hábitos de lectura y de ocio, las preferencias sexuales, las creencias religiosas, el patrimonio y las cuentas bancarias, las actividades profesionales y empresariales, la lista de compras, las amistades y familiares, los correos electrónicos, las consultas o búsquedas en los servidores de Internet, los twitter, su movilidad, etc. La cotidianidad de todos se volvió asunto de seguridad. Las nuevas tecnologías de la información han hecho posible llegar a estos extremos y alimentan con voracidad indiscriminada los Databases de los centros de inteligencia.
Así, las políticas de seguridad nacional están imponiéndose sobre el derecho a la privacidad toda vez que los contra pesos legales, políticos y técnicos contra esta inmersión son, por ahora, escasos, débiles y de muy baja eficacia. En prácticamente todos los países el espionaje y las actividades de inteligencia carecen de protocolos transparentes en cuanto a sus objetivos y alcances y sólo por excepción son sujetos de rendición de cuentas. Ya Norberto Bobbio había vislumbrado este desafío. A inicios de los ochenta del siglo pasado, justo en el momento del Big Bang de la revolución informática, se preguntaba: “¿Y porque el uso de las computadoras no podría hacer posible un conocimiento exhaustivo de los ciudadanos, incluso en un gran Estado, por parte de quien ostenta el poder?… La tendencia [sería] no hacía el máximo control del poder por parte de los ciudadanos, sino por el contrario, hacía el máximo control de los súbditos por parte de quien ocupa el poder.”
Finalmente una cuarta novedad es la mayor tolerancia que amplios sectores de la ciudadanía parece manifestar, al menos en varios países desarrollados, a las actividades de recopilación de datos e información por parte de las agencias estatales de seguridad. Si antes los ciudadanos facilitaban al Estado información personal, familiar y laboral a efectos de participar tanto de los beneficios del Estado Benefactor así como en la vida económica y política de sus comunidades, ahora se ven incentivados a hacerlo también por razones de seguridad. En mucho por la paranoia despertada por las actividades del terrorismo internacional y el crimen organizado y en parte por la intensidad que han adquirido los movimientos migratorios internacionales, muchos ciudadanos de varios países desarrollados parecen haber llegado a la temible conclusión de que un poco más de seguridad bien vale un poco menos de privacidad y libertad.
En este escenario el que, de acuerdo a la información difundida por Spiegel (20/X/2013), se haya espiado, por medio de la operación Flat liquid, a Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto y, por medio de la operación Whitetamale, a funcionarios de la Secretaría de Seguridad Pública no hace sino confirmar que, en el nuevo mundo del ciber-espionaje y de la ansiosa omnipresencia de las políticas de seguridad nacional en la agenda de los gobiernos, no hay, por un lado, rangos, amistades, alianzas, cercanías o sensibilidades que valgan y, por el otro, que no hay tampoco ni acuerdos o leyes internacionales ni protocolos burocráticos con la suficiente capacidad para disuadir a los espías y funcionarios de las de centrales de inteligencia y seguridad nacional que dejen de hacer su trabajo tal como lo han estado haciendo hasta ahora. Así, sí algo habría que hacer en respuesta a las labores de espionaje de nuestras autoridades, además de exigir las disculpas formales del caso, es promover en los diferentes foros en que México participa (ONU, G-20, OEA, etc.) una redefinición a fondo de las leyes o normas internacionales al respecto de modo tal que se vayan creando instrumentos técnicos, legales y diplomáticos que protejan no sólo la privacidad de los gobernantes sino, ante todo de los ciudadanos. En todo caso, bienvenidos, no al mundo ya un tanto trivializado y envejecido del Big Brother, sino al universo infinito del Big Data.