a Carlos Reyes Sahagún, por los diez años de Para que recuerde
El dinero es una clase de poesía
– Wallace Stevens
No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje;
el primer instrumento de todo tráfico es el lenguaje…
el comercio de los espíritus precede pues al comercio de las cosas.”
– Paul Valery, La libertad del espíritu, 1939
“Somos un país de clase media”, proclamó orgulloso Felipe Calderón. Con ello, estaba convencido, México habría dejado de ser un país donde la mayor parte de su población padecía algún grado de pobreza. Como sabemos, poco después el INEGI se encargó de mostrar que la proclama era, por lo menos, prematura. Así, lo que Calderón ofreció, y con él varios académicos e integrantes de la comentocracia nacional, fue menos una descripción de la realidad, que una muestra de la vigencia de una añeja aspiración, en la cual el pertenecer y mantenerse en la clase media sigue colmando tanto el horizonte de nuestras aspiraciones sociales como país, como la suma de nuestras pretensiones personales. Es en base a estas aspiraciones y pretensiones que se han trazado las perspectivas normativas y las opciones políticas que rigen la vida pública del país y lo que, acaso, podemos llamar nuestro contrato social.
Debemos reconocer, sin embargo, que el contar con una suerte de cartografía moral que oriente sobre el contenido de estas aspiraciones y pretensiones -es decir, el poder reconocer que actitudes, creencias, valores, ideologías, temores, ansiedades o sensibilidad las forman e informan- es aún más escurridizo que el contar con una adecuada estratificación o caracterización socioeconómica de la clase media. Ello es así no sólo porque la clase media no es tan homogénea como se suele pensar, sino también porque no contamos con los instrumentos adecuados para realizar dicha cartografía, toda vez que, creo, las encuestas de opinión -herramienta más utilizada a este respecto- dan respuestas más bien limitadas ya que en su búsqueda de regularidades y patrones, apenas alcanzan a proporcionar representaciones homogéneas, fijas, inmovibles de algo que, por definición, es heterogéneo, cambiante, inestable en buena medida y que pertenece a un universo de experiencias, las asociadas a la modernidad, donde, por utilizar la expresión de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
No estoy convencido que, después de la proliferación de este tipo de encuestas y estudios que se ha dado en los últimos veinte años, hoy sepamos mucho más que antes sobre lo que constituye esa cartografía moral de las clases medias: los datos, por más duros que sean, siguen siendo cautivos de la ilusión de una representación cuyos significados, en realidad, se les escapan una y otra vez. Ello, por cierto, no presupone que la información y datos que proporcionan estos estudios sean inútiles, pero si se quiere subrayar que su utilidad y aprovechamiento descansa en la capacidad de integrarlos en una visión que va más allá de los lindes estrictamente cuantitativos.
En qué medida se les escurre a este tipo de tratamientos estadísticos, estos significados; se advierte al contrastar la riqueza y densidad que nos ofrecen, por ejemplo, otras vías de acercamiento como lo son la cultura (alta, media, baja, da casi lo mismo) y el arte (ídem), en espacial la literatura. No es necesario fetichizar este tipo de actividades o expresiones, pero sí parece pertinente subrayar que en ellas podemos ver y escuchar lo que los datos no pueden hacernos ver o escuchar: no sólo nos presenta individuos sino también nos ofrece una experiencia que interpela de muchas maneras nuestra identidad y sensibilidad, nuestra noción misma de la realidad. En este sentido la cultura, la literatura y el arte son, en efecto, vías abiertas para reconocer no sólo la nobleza, esplendor o magnificencia de las que están hechas las aspiraciones y pretensiones de las clases medias, pero también sus miserias, mezquindades y pequeñeces y, claro, a todo aquello que se encuentra en medio de tantas virtudes y tantos vicios.
Esta mayor fiabilidad en el sentido de orientación que proporciona la cultura deriva en parte a que ha sido y es la clase media la que, de manera mayoritaria, crea, difunde y consume bienes y servicios culturales y, en consecuencia, ello posibilita trazar una cartografía más verídica, más transparente en cierto modo, del paisaje moral de las clases medias.
Este es, creo, la apuesta que ha hecho Álvaro Enrigue (México, 1969) en su ensayo Valiente clase media. Dinero, letras y cursilería (Anagrama, 2013). Su empresa se centra en recorrer las rutas de inserción de la modernidad latinoamericana guiado por los trabajos y los días de autores, en apariencia tan lejanos disímbolos, como Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco Javier Clavijero, Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, Manuel Antonio Carreño, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío, entre otros.
De manera explícita lo que Enrigue se ha propuesto es revisar “un puñado de estaciones en las vastas corrientes de la escritura hispanoamericana, la española y la imperial, en busca de coincidencias sobre las preocupaciones y de clase de autores que, en su hora, antepusieron lenguajes asociados a la supervivencia económica y la forma de alcanzarla a los tópicos que el lector medio de su tiempo habría esperado de ellos.”
Desde los poemas de sor Juana -en especial los amorosos- hasta la presunción de domesticar las maneras y modales del hombre latinoamericano que emprendiera el venezolano Antonio Carreño con su célebre Manual (autentico long-seller de las letras latinoamericanas), Enrigue encuentra una franca, persistente propensión de búsqueda de una identidad que tiene que lidiar, entre otras cosas, con las inevitables exigencias de ganarse la vida, con las ansiedades de movilidad social y el lugar que se ocupa en la clases sociales.
De acuerdo a Enrigue, la relevancia de esta búsqueda, que en ocasiones adquiere un nítido esplendor literario (en sor Juana, en Darío) y en ocasiones está henchida de cursilería (en Darío, en Carreño) o de ironía (en Gutiérrez Nájera) y, en fin, en otros momentos dio paso a un exaltado, como fantasioso, latinoamericanismo y nacionalismo (en Clavijero, en Vizcardo y Guzmán), radica en que no sólo fue decisiva para la trayectoria de la obra o el destino literario de cada uno de estos autores, sino que también fue crucial para la formación de las naciones latinoamericanas: la ansiedades, en particular las financieras y de clase, de las Repúblicas de las Letras anticiparon y delinearon en mucho los contornos de las aspiraciones y sensibilidad social, así como el temperamento moral que adquirían las repúblicas nacientes en la región, en espacial sus clases medias.
El legado de todo ello es sintetizado por Enrigue del siguiente modo: “Se trata de una clase media urbana que, desde finales del siglo XIX, ha mantenido en movimiento las economías de la región sin abrazar por completo la modernidad laica, pero promoviendo activamente un tratamiento liberal de las finanzas tanto públicas como privadas: comunidades de empresarios, arrendatarios urbanos y altos empleados públicos y privados que siguen yendo a misa los domingos; grupos defensores, tal vez sólo por supervivencia, de la libre empresa, el ahorro y el orden público; pasajeros de la ciudad que toleran a la clase política sin identificarse con ella y que resisten la noción de la distribución de la riqueza desde un Estado de bienestar pero que al mismo tiempo leva sobre los hombros la mayor carga fiscal de los países en que vive.”
Lo que cuenta, entonces, Valiente clase media es una “historia incómoda”, la historia de los vínculos entre el dinero, las clases sociales y la literatura, la historia de las relaciones entre escribir y sobrevivir, entre el lenguaje del interés crediticio y los réditos amorosos, entre los buenos modales y la domesticación social del bárbaro, entre el anhelar “tener una buena posición social” (Darío) y el aspirar a escribir bien. Es una historia que, al menos en lo que respecta a México, apenas ha sido revisada -quizá por pudor o mera negligencia- pero sin la cual no se explicaría del todo ni la formación de las naciones en América Latina ni el surgimiento en el seno de éstas de una República de las Letras, esto es de la esfera pública. Enrigue, además, se encuentra es un buen lugar para contar con pleno conocimiento de causa este relato, no sólo por su condición de escritor asediado por el deadlines y el pago de la renta, sino, sobre todo porque, como comenta en las líneas iniciales de su libro, comparte el arribismo de Darío, el goce contable de sor Juana, la ansiedad por sus maneras en los salones de Carreño, el frenesí nacionalista de Clavijero y, desde luego, la íntima y descarada alegría de la cursilería. Así, Enrigue ha escrito una autobiografía que tiene la virtud de ofrecernos un espejo en el cual, como sociedad e individuos, podemos reconocernos sin contonearnos de gusto, pero también sin abochornarnos en demasía.