Sobre la inutilidad de prohibir libros / País de Maravillas - LJA Aguascalientes
23/11/2024

 

1. Como contaba aquí mismo la semana pasada, mi tía Estela trabajaba en una escuela donde había una sección prohibida en la biblioteca. Lo que no dije es que esta sección era bastante amplia, y que los libros censurados incluían muchos que las propias editoriales y hasta la SEP habían catalogado como “adecuados para niños”. Sin embargo, se trataba de una escuela religiosa, sólo para mujeres, donde la enseñanza de las materias curriculares era bastante menos que una prioridad y los libros prohibidos incluían aquellos que contenían escenas sexuales y groserías, claro (¡Adiós, Mil y una noches en su versión original! ¡Adiós, José Agustín!); pero también estaban vedados los hablaban de religiones distintas a la de la escuela (¡Adiós, Mahabharatha! ¡Adiós, Mil y una noches en versiones expurgadas!), los que presentaban mujeres en roles no tradicionales o francamente rebeldes (¡Adiós, Mujercitas! ¡Adiós, Alicia en el país de las maravillas!) e incluso aquellos en los que las parejas se enamoran: era una escuela que promovía los matrimonios arreglados y meterles ideas de romance, amor y libre elección a las alumnas era ilegal ahí (o sea que ¡Adiós, Cenicienta y Blanca Nieves y Bella Durmiente! ¡Adiós, todo tipo de literatura rosa!). Años después de mi primer encuentro con los libros prohibidos (los que mi tía me prestó con la condición de que devolviera cuando alguna autoridad de su escuela los pidiera de vuelta, cosa que jamás sucedió) tuve la oportunidad de trabajar como maestra suplente en ese mismo colegio. Me veía divina vestida de manga larga y falda a los tobillos, la verdad. Pero me salgo de tema: a lo que quiero llegar es a que tuve ocasión de convivir con niñas de quinto de primaria y segundo de secundaria. Niñas que habían crecido alejadas de toda esa “literatura perniciosa”. Y ¿qué creen? Que las niñas de quinto, una vez que me tuvieron confianza, me contaron algunos de los chistes colorados más léperos que he escuchado en la vida. Tratando de ocultar mi sonrojo (la verdad, me agarraron en curva) les pregunté dónde los habían aprendido. La respuesta fue la misma con variantes: la muchacha, dijo una. Mi nana, dijo otra. La hija de la cocinera, agregó una más. Así me fui enterando de que estas niñas eran criadas no por sus padres, sino por el personal doméstico de sus casas… y que a ese personal no le importaban ni tantito las prohibiciones que tenían tantos y tan buenos libros bajo llave en la escuela. Lo peor del caso, pensaba yo, era que junto con las otras religiones y la rebeldía femenina y las palabrotas, las niñas de esa escuela se estaban perdiendo también de historias interesantes y, sobre todo, bellas.

 

2. Yo me pregunto si tiene algún caso prohibirle libros a los niños, niñas y adolescentes. Generalmente concluyo que no. Pienso que si algún libro es demasiado complicado para su nivel lector o su historia de vida, lo dejarán a un lado o pasarán a través de sus páginas de noche. Eso en el peor de los casos: en el mejor, algo se les quedará: una inquietud, una pregunta, un sueño. Algo que quizá más adelante encuentre respuesta o embone en el rompecabezas que es la vida de cada persona. Así me pasó a mí con al menos un libro: El gato y otros cuentos, de Juan García Ponce. Lo compré cuando tenía como nueve años con unos vales que le habían dado a mi mamá el día del maestro. Me gustó porque empezaba hablando de un gato, precisamente: había aparecido en el edificio sin decir ni miau y el protagonista y su esposa lo habían adoptado. Cuando llegué a casa con mi libro y me senté a leerlo, me pareció rarísimo y muy emocionante. Aparte del gato tenía relaciones muy complicadas, con pleitos y engaños y locura; y también tenía cuerpos desnudos y sexo. Ahí leí por primera vez la palabra masturbación, y recuerdo haberla buscado en el diccionario y no haber entendido mucho de todos modos. No me convertí en una ninfómana ni me embaracé a los trece años, así que supongo que, en realidad, la lectura no fue tan perniciosa. Con todo, como lo llevaba a la escuela, mi maestra me lo pidió para hojearlo y ese mismo día, a la hora de la salida, me dijo que no me lo iba a devolver porque no estaba bien para mi edad; que se lo iba a dar a mi mamá en la siguiente junta de padres y maestros. No tuve corazón para decirle que ya lo había acabado. Lo peor fue que, curiosamente, la maestra no pudo entregarle el libro a mi mamá: esa misma semana se lo robaron de su estante. Juro que no fui yo. Pero eso llega a pasar cuando se prohíben libros.

 

Encuentras a Raquel en twitter: @raxxie_ y en su sitio web: www.raxxie.com

También contesta preguntas en su chismógrafo, http://ask.fm/raxxie

 



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