Cuando hablamos de promedios de lectura, cuando nos lamentamos porque aquí nadie lee, casi siempre pensamos en la literatura. Poemas, cuentos, novelas y ensayo creativo se nos presentan como la máxima expresión de la escritura y, por justicia especular, como la lectura imprescindible. Sin embargo, literalmente, el mundo legible es mucho más amplio: revistas, periódicos y el Libro Vaquero; citas citables, cartas de amor y los subtítulos en el cine. Además, el acceso a Internet y los teléfonos inteligentes no han hecho sino aumentar nuestra convivencia con la palabra escrita; a falta de poesía: blogs, tuits y la Wikipedia.
Además, metafóricamente, el mundo legible resulta inmenso. El tarot, el adversario en el póquer, la situación política, el clima, los síntomas, las obras de arte, las líneas de la mano, las marchas, la distribución de las calles, la geografía, el jab y el gancho, la moda, “el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada”, ese beso a mitad de la noche afuera de tu casa, lo inefable. Podemos leerlo todo. Deberíamos leerlo todo.
En una época sin televisión, sin radio, sin computadoras, leer literatura era un entretenimiento y no un medio para cultivarse, o por lo menos no necesariamente. Ahora esquivamos los libros -ésos, los grandiosos- porque nadie nos ha invitado a visitarlos, y mejor se nos ha criticado por no amarlos, y peor se nos ha obligado a adorarlos. Leer pasó de elección a deber. Ya no ayuda a pasarla bien, ahora nos hace mejores. En lugar de convidarnos un bife de chorizo o unos tacos al pastor, nos quieren forzar a comer brócoli sin sal.
Y los argumentos a favor de la lectura pueden ser impecables, contundentes; como impecables y contundentes son los argumentos a favor de comer frutas y verduras. No obstante, pienso que el asunto no es saber por qué la literatura o el mango son buenos; se trata de que se nos antoje leer, de que gocemos el mango. Los libros deberían competir menos contra la misa que contra los videojuegos, menos contra la clase de matemáticas que contra la televisión. Prefiero frutas que rivalicen con las hamburguesas y no con los multivitamínicos. La lectura debe ser deleite, el mango, puro placer.
Y así, ya enamorados, adictos a la literatura, quizá podamos esperar otro beneficio, por supuesto secundario, pero no por ello despreciable: el entendimiento.
Como las novelas y la poesía no significan, como los cuentos son lengua y nada más que lengua, sólo el escrutinio obsesivo, el repaso incesante nos podrán decir algo de los textos. El Quijote no es hombre sino palabras, no sabremos nunca nada de él que no provenga de la lengua que lo conforma, literalmente. Entender la poesía podría resultar imposible, pero el intento nos hará comprender otros textos, nimios, como las leyes. Buscar interpretar Hamlet de una sola manera, de una vez por todas, es padecer una ingente ingenuidad, pero el esfuerzo, curarnos, nos hará agudos, astutos.
Si examinamos desaforadamente cuentos, el tarot volverá a ser un juego, el bluffer quedará expuesto, el disfraz del candidato será invisible, las nubes anunciarán sus intenciones, sabremos si el sudor es cansancio o excitación. Si consumimos novelas con voracidad, Gabriel Orozco se revelará un payaso, la quiromancia confesará que es un deseo, los gritos y consignas se impondrán a los noticiarios, elegiremos siempre la mejor ruta para llegar a casa, contemplaremos de nuevo cerros y ríos. Si leemos poesía con desenfreno, los veremos flotar como mariposas y picar como abejas, adoraremos las minifaldas, lloraremos de felicidad con Arreola, sabremos que los labios son el cuerpo y la mente y el espíritu, hablaremos lo indecible. Leeremos todo, entenderemos todo.