Una de las importantes diferencias en las prácticas políticas mexicanas del presente con el pasado reciente, es la -ciertamente relativa- autonomía de los poderes de gobierno; en ese pasado reciente, antes de la alternancia, la práctica política común consistía en que el ejecutivo manipulaba a los otros dos poderes de gobierno, para poder obtener la subordinación.
La manipulación consistía en indicar, paternalmente, las bondades de sus propuestas, tanto para la sociedad y sus ciudadanos, como también para los miembros de los poderes; seguir las sugerencias y/o iniciativas del ejecutivo, era no equivocarse en las decisiones de gobierno, ya que, así como probada persona en el arte de gobernar que era el ejecutivo, también eran probadas su sabiduría y su buen juicio.
En el pasado reciente, tales prácticas políticas eran aceptadas por sectores de la sociedad, sin cuestionarlas; los medios de comunicación, en general, se asumían como los más “comprensivos” del excelente liderazgo de los ejecutivos, y lo difundían ampliamente en sus espacios noticiosos. Desde luego, lo mismo sucedía con los dirigentes de los corporativos políticos sindicales y populares, acompañados de algunos otros directivos de organizaciones empresariales.
Si algo ha aportado la actual alternancia política, ha sido el aumento de la sensibilidad y práctica políticas en la autonomía de los poderes y niveles de gobierno; a partir del año 1997, tanto el congreso de la unión como el gobierno del Distrito Federal, dieron el paso hacia la liberación del tutelaje del ejecutivo, en este caso el federal. En las entidades de la república, la liberación inició cuando los partidos políticos distintos del PRI, comenzaron a ganar gubernaturas.
Los poderes judiciales, federal y estatales, emprendieron la práctica autónoma para desarrollar sus trabajos jurisdiccionales; sus órganos de gobierno pudieron tomar con mayor libertad y sin presiones, las decisiones oportunas y beneficiosas para sus responsabilidades sociales. De la misma manera sucedió con los poderes legislativos de los estados no gobernados por el PRI, no obstante la inercia de este partido convertida en obstáculo en muchos casos.
Sin embargo, la idiosincrasia de las formas de hacer gobierno de los priístas contiene, parece ser como grabadas en piedra, los ingredientes de las prácticas políticas del pasado, de la manipulación y subordinación de los otros poderes al ejecutivo; y, además, un elemento básico de esa identidad es -según ellos- la superioridad sobre los otros partidos políticos para hacer el gobierno. Ahora son el regreso al progreso y la eficiencia, que se perdieron con los gobiernos de partidos distintos al suyo.
Aguascalientes, en la medida que avanza el tiempo de la administración estatal, -y, por supuesto, desde esta consideración- parece estar confirmando la hipótesis planteada. Con todos los defectos que pudieron darse y las limitaciones presupuestales, la autonomía de los poderes pudo avanzar anteriormente; las presidencias municipales, de igual forma, apoyadas en las reformas constitucionales del artículo 114 -con severas limitaciones-, dejaron de ser meras administraciones, para convertirse en gobiernos locales, asumiendo la responsabilidad completa con los ciudadanos.
Entre los varios hechos recientes que configuran el pasado esquema de la forma de hacer gobierno, podemos señalar los siguientes: el manejo de la iniciativa de Código Urbano ha sido, tal vez, el que ha permitido observar con más claridad dicho esquema. Fue clara la urgencia del poder ejecutivo para que el legislativo aprobara una iniciativa de más de mil cien artículos, que abarca tantos ámbitos de la vida de la sociedad, que ya no se pueden operar bajo un solo ordenamiento, como tampoco disminuir las prerrogativas de los gobiernos municipales. Por otro lado, el trascendido de la conversación entre el diputado Mario Guevara y el presidente estatal del PAN, Jorge López, evidenció la búsqueda de acuerdos que no tienen fundamento; la queja del diputado priísta fue que en los medios de comunicación se cuestionó la iniciativa del código urbano, motivo por el cual y ante las presiones de su partido –es decir, del ejecutivo-, tuvieron que votarlo en el pleno de manera precipitada (es decir, lo que propone el ejecutivo no se puede discutir abiertamente, sino que tienen que justificarlo y aprobarlo).
Otro hecho significativo es el de las constantes recriminaciones del procurador de justicia del estado al poder judicial, por no aceptar y validar los casos penales presentados, como fue la reciente exoneración del ahora ex secretario de seguridad pública, Benjamín Andrade; la respuesta del poder judicial es que, ante la insuficiencia de pruebas y argumentos de la averiguación correspondiente, no puede continuar con el juicio y la detención del ex policía -como también está sucediendo con otros casos- (ni volver a mencionar el proceso penal del ex gobernador).
La recién aprobación de la reforma del mando único policial, muestra, así mismo, el enfoque distorsionado de lo que significó la inicial propuesta: en el principio, el mando único policial se presentó en dos escenarios, como la necesidad de que la policía estatal absorbiera a las policías municipales, o como la imperiosidad de que los gobiernos estatales asumieran la coordinación de los operativos de seguridad, particularmente, los orientados al combate a la delincuencia organizada. Con la reforma realizada se dificultará, no sólo el combate a la delincuencia, sino las relaciones entre los gobiernos municipales y el estatal, ya que está suponiendo el desplazamiento de la autoridad municipal.
Consideremos, por último y aunque no ganó la elección, la idea que ofreció a los electores el ex director del IEA, Francisco Chávez, de que sólo el gobernador haría política, y él sería simple administrador del municipio (seguramente inspirado en los tiempos actuales).
De ahí la necesidad de que, mediante el diálogo, el debate y la crítica política, como en su tiempo lo hacía el grabador José Guadalupe Posada, los ciudadanos contribuyamos a lograr una mejor idea de hacer el gobierno; una idea que respete la autonomía, no sólo de los otros dos poderes del estado, sino también de las instituciones de la sociedad.