La toma de decisiones es un tema del que se ocupan ciencias y artes muy diversas, entre las que se inscriben las Ciencias de la Administración y la Ética, sea que se la tome como arte o disciplina humanística; sin demérito que este interés primordial del hombre y de la mujer sea transversal a una pluralidad riquísima de disciplinas o ciencias, como la Bioética, la Psicología o la Política, que giran en espiral en torno al ser humano en cuanto que tal, tanto en su aspecto individual como en lo social.
Cité en primer término a la Administración y la Ética, por comprender sistemas inteligentes que incorporan de manera explícita y específica el proceso decisorio, como un componente básico de su investigación y explicación apegadas al método científico. Un sistema gerencial que se precie de ser racional y efectivo, en la búsqueda de resultados positivos, u orientado a la excelencia, también enunciado como de 0 Errores, debe incluir un apartado que trate orgánicamente el funcionamiento del proceso decisorio, aunado a dos categorías trascendentales: el tiempo y el espacio o dimensión física ya que determinan o condicionan precisamente la materia u objeto de la decisión a tomar.
De la Ética ni qué decir, es la ciencia por excelencia de la toma de decisiones, de la que existe únicamente distinción formal respecto de las áreas que se ocupan de los actos del hombre, en cuanto que unidad bio-psico-fisiológica y química –ciencia de los comportamientos, Etología-. Aquélla toma como universo propio los actos humanos, en cuanto informados por la inteligencia, de naturaleza racional, emotiva y sentimental, sometidos a la voluntad, abiertos a la libertad, procesados en la conciencia y orientados hacia fines intermedios o últimos, elementos todos que confluyen en la construcción del sentido de la vida humana, y culminan en la opción fundamental por la Trascendencia; o bien en su negación, que los reduciría a un horizonte intra-Histórico, estrictamente material y sometido a las leyes de involución física, en esencia: terminales, sin más.
Estos dos referentes, ya sea del arte o la ciencia de la Toma de Decisiones, son absolutamente indispensables a la hora de optar por una reforma legislativa del tamaño de las que están en curso, como son la Política, la Energética y la Fiscal-Hacendaria para México.
Y la razón está en que las tres implican redefinición sustantiva de sus estatutos jurídicos. La esfera Política en que se ubican implica el cambio, drástico en algunos casos, de las prácticas, usos y costumbres que venían siendo hábitos ya inveterados del pensar y actuar tanto del Estado Mexicano como de la ciudadanía en general. Esta modificación del statu quo implica un cambio, pero con rumbo, y éste depende de valores, actitudes y creencias de fondo que prácticamente colorean todo el conjunto bajo un punto de vista dominante; esta manera panorámica de ver las cosas es la cosmovisión, o simplemente dicha visión del mundo, que se asume como enfoque privilegiado, dentro del cual se encuadra el objeto preciso de la decisión. Es el paraguas que cobija el tema a decidir.
El debate en que la nación mexicana está inmersa, radica precisamente en las opciones o alternativas a decidir, básicamente dicho: de la derecha o del PAN –presuntamente de apertura audaz-, de la izquierda o del PRD y movimientos afines –anti enajenación del monopolio y nacional patrimonialista-; y la del Presidente Peña Nieto o del PRI –de apertura y riesgo compartido ceñida al espectro contractual, considerada light-; visiones que habrán de conformar los ejes rectores del pretendido cambio. Y este propósito exige: fundamentalmente, adoptar una visión lo más integral u holística posible; porque, de elegir una perspectiva miope, cargada de intereses ajenos, o reduccionista, causará que todo el conjunto que depende de ese punto de partida quede viciado o trunco, por falta de una actitud de base objetiva, y libre de intereses espurios. Rampa, que tiende directamente a las tentaciones oligárquicas, en lo interno, y hegemónicas en lo global.
En el caso del petróleo, el punto a decidir no es la enajenación patrimonial de Pemex, ni mucho menos la propiedad de los yacimientos o elementos fósiles petroleros del subsuelo mexicano, sino la participación de inversionistas nacionales o extranjeros en su explotación, exploración o transformación, a la que se liga contractualmente el reparto de las utilidades finales obtenidas, bajo un esquema satisfactorio para ambas partes. Visión de apertura que puede aterrizarse mediante la gama variadísima de modelos contractuales que pueden ir desde la concesión hasta el “Joint Venture”, con tal de que no contravengan o restrinjan la soberanía, la propiedad y el control del Estado Mexicano sobre los bienes y valores sujetos a tal negociación.
Este punto crucial de la reforma pasa por una toma de decisiones tan compleja y multivariada como es la materia económica, técnica y financiera de la explotación petrolera, que además aborda un tipo de “commoditiy” que asume símbolos, signos y significados de los más elusivos posibles, muy similares al enmascaramiento de los metales preciosos, oro y plata, en el mercado. Esta naturaleza que asume, aparte de su valor de cambio, es la de convertirse en una medida de equivalente universal dinerario y, peor aún cuando entra en la esfera del Capital, para convertirse en fracción del mismo, intercambiable por bonos del tesoro, etc., etc. Esto es lo que Marx designa como “metamorfosis de las mercancías”, según la cual abandona su valor de uso, para convertirse en un valor de cambio, y tasarse en forma de dinero; de manera que un barril de petróleo vale X.00 Dólares, y al sufrir esta transformación, se aprecia o deprecia según las leyes del mercado, y así transcurre su suerte. Lo más endemoniadamente enrevesado aún es cuando de la forma dineraria original se transforma en una fracción del Capital y se identifica con una marca financiera: Brent, WTI, Azteca etc. Entonces, a pesar de su origen “étnico”, digámosle así, adquiere apreciaciones o depreciaciones, sujetas a querer o no a especulaciones y aun manipulaciones por los corredores más poderosos del mercado-producto. De los que ya se dice, esperan ya una caída del precio del petróleo para el próximo otoño.
Ante esa naturaleza mercantil-financiera, no hay reforma nacional posible que sueñe con imponer restricciones, pues en esta fase simple y hegemónicamente se desprende de su escudo patrio; y puede hacer rico y muy rico a su poseedor, o bien pobre y muy pobre, según coyunturas estacionales y del propio mercado.
De manera que, la toma de decisiones sobre la liberalización de la explotación petrolera y energética en su conjunto, no puede radicar en el tabú de la sacralización de una mercancía, tenida como timbre de orgullo nacional, para ser avaros propietarios e idolatrarla como “my precious!”, mi tesoro. Como tampoco caer en la ingenuidad, ser naïve, de una apertura a discreción de los tiburones del mercado global. Sino enfocarse con objetividad en esa naturaleza mercantil específica, que en el mercado configura una fracción dirigente del Capital hegemónico. Ojalá prevalezca el signo de sensatez de la propuesta presidencial, dando un paso firme a los proyectos y contratos de riesgo compartido, aunque les parezca light a los corredores y consorcios codiciosos, y no puedan por ahora relamerse los bigotes con las jugosas presas que anticipan.