Las expectativas económicas han sido nuevamente “revisadas a la baja” por la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. Las vacaciones llegan a su fin y la desaceleración económica, afirma la autoridad monetaria, continuará por el resto del año. Y dicho esto, vuelve el rico a su riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas. Bien podría añadirse a la canción La Fiesta de Serrat, que vuelven los maestros a las calles, las amas de casa a las angustias y los economistas gubernamentales a ver llegar la tormenta desde la comodidad de sus sueldos y posiciones.
Al cabo de 30 años de mantener la conducción económica en manos de los tecnócratas doctorados en las más famosas universidades al norte de nuestras fronteras, los resultados son, por decir lo menos, incongruentes con su propia visión de crecimiento económico. Durante ese periodo se afanaron en inyectar, entre exportaciones –principalmente petroleras-, inversión extranjera y deuda externa, una cantidad equivalente a 10 veces el valor de nuestra economía –10 veces el valor del PIB- sin un significativo aumento en nuestro bienestar y calidad de vida.
Durante 33 años de políticas neoliberales, el porcentaje de pobres sigue siendo de la mitad de la población, la infraestructura del país continúa siendo inadecuada e insuficiente, ya que seguimos dependiendo de las exportaciones de crudo para mantener a un aparato gubernamental más obeso. El enorme flujo de divisas ha entrado y vuelto a salir sin aumentar el nivel de bienestar de la población. Es como si hubiésemos querido llenar una tina sin haberle puesto tapón.
La lógica del liberalismo a ultranza adoptada acríticamente por nuestros políticos se centra en el crecimiento, no en la mejora. Se otorgaron préstamos, vino inversión extranjera y exportamos productos con poco valor agregado nacional orientados a convertir a nuestra población en fieles consumidores de lo que se produce en otro lado. El dinero entró para entrenarnos a ser una economía dependiente de alimentos, maquinaria, equipo y tecnología extranjera, no para hacernos capaces de producir riqueza. Pero aún más grave que esta distorsión del afán de crecimiento dependiente ha sido haber permitido que nuestra sociedad continuara siendo rehén de poderosos monopolios, de mafias que medran, provocando escasez artificial, de poderosos sindicatos y gobernantes corruptos que han sido corresponsables de la actual situación.
Así como se gasta inútilmente agua y energía al intentar llenar una tina sin antes ponerle tapón, la economía preponderante orientada al crecimiento, gana con el desperdicio. De allí que nadie, en estos años de neoliberalismo haya intentado detener la fuga que perjudica a la nación y beneficia enormemente a unos cuantos.
Avisarnos a estas alturas de desgaste del tejido social, que el país seguirá sin ver resultados positivos, a pesar de los enormes esfuerzos de los micro y pequeños emprendedores por subsistir y millones de familias con ingresos cada vez más raquíticos, es una terrible afrenta que los encargados de la política económica están infligiendo a nuestra población. Hemos pagado puntualmente los sueldos –que no son cualquier cosa- de los altos funcionarios por ser responsables de la economía, que han sido siempre los mismos o pertenecientes a las mismas camarillas, sin que ellos hayan sido honestos al decir que el sistema que nos han impuesto no funciona. ¿A qué fontanero le pagamos por cambiarnos las tuberías, ponernos grifos de lujo y calentadores si al querer bañarnos vemos que a la tina no le ha tapado las fugas?
La política del crecimiento, el juego de sombras al que nos han sometido con el oscurantismo de planes, programas y presupuestos, no es viable en nuestra economía. No es viable ya tampoco en el mundo. Toda la verborrea de los encargados de la política económica se centra en el crecimiento. El crecimiento por sí solo, nos han dicho, es la panacea; es aquello que debemos anhelar y aquello por lo que tenemos que trabajar. Se llenan la boca los políticos al presumir de haber logrado algo relacionado con el crecimiento. Es como el fontanero que nos envuelve con la promesa de llevar más litros de agua por segundos a una tina que por falta de mantenimiento permite una cada vez mayor fuga.
La retórica simplista del crecimiento es tan común en el político de altos vuelos como el de rancho. Con el crecimiento como meta, unos extranjerizan la explotación de los recursos naturales y otros deprimen los sueldos del trabajador. Al final de cuentas lo que de esa manera promueven es que los de fuera saquen más de lo que invierten.
Corregir el rumbo y contradecir el paradigma que durante años nos han impuesto parece una enorme tarea, pero como toda gran misión requiere un primer paso. A nivel local bien se podría iniciar una política pública que revierta el círculo vicioso en el que hemos caído por el afán de crecimiento sin generación de riqueza. Con el impulso y dignificación de los mercados públicos, de las tiendas de barrio y el apoyo a los prestadores de servicios locales podría revertirse la tendencia empobrecedora que tiene la moda de instalar centros con las grandes cadenas comerciales. El bienestar económico no necesita crecimiento a ultranza. La riqueza puede multiplicarse y para que esto suceda, el dinero debe permanecer en la localidad consumiendo, en igualdad de condiciones de calidad y precio, preferentemente lo local.
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