Trasformar a México a través de reformas constitucionales como las que pretende el gobierno impostor de Enrique Peña Nieto sería tanto como jugar a la lotería, apostarle a la siembra de temporal y alcanzar un doctorado en Derecho para solucionar los grandes problemas nacionales. Las notorias y públicas limitaciones del señor de los Pinos en cuestiones de Historia, Geografía, Literatura y otras materias, se exhibieron por sí solas con toda su crudeza en la pasada campaña electoral presidencial y ahora son silenciadas por razones de Estado en virtud de su investidura. Si el presidente de México se sometiera a una evaluación estandarizada para medir su coeficiente intelectual con el propósito de que sus gobernados conocieran sus habilidades cognitivas, el resultado no sorprendería a nadie: incapaz para razonar, resolver problemas, pensar de forma abstracta y planear. Pero en una república de la ignorancia tan prestigiada como la mexicana, dominada por la teledictadura de televisa y tv azteca que no admiten evaluaciones de ningún tipo, el bienestar del pueblo es lo que menos les interesa con su implacable poder manipulador. Las “grandes reformas” de Enrique Peña Nieto en lo laboral, telecomunicaciones, energía y educación se difundieron como si fueran la única tabla de salvación a la que hay que asirse a la fuerza ante el peligro inminente de la catástrofe económica de México. Privatizar es la palabra mágica que sigue sin aparecer por ningún lado al igual que las razones de todos aquéllos que se oponen a ellas. En el caso de la reforma educativa que Peña Nieto presume como producto milagro, Francisco Nicolás Bravo, secretario general de la sección 9 de la Coordinadora de Trabajadores de la Educación tiene razón al afirmar que ésta, no es una reforma educativa, sino una simple reforma laboral y administrativa que deja en estado de indefensión al magisterio nacional ante el eventual despido de un maestro: “Hasta un delincuente -como Caro Quintero- tiene derecho a la defensa legal y esta ley deja a los maestros sin posibilidad de defenderse, porque todas las decisiones que de ella se derivan son inatacables”. Baste este argumento para entender la protesta de los maestros satanizada hasta el escarnio por los medios masivos de comunicación al servicio del gobierno que los llama delincuentes, flojos, parásitos, violentos y un sinfín de epítetos que ignoran que el maestro luchando también está enseñando. Los maestros de excelencia que requiere el país, no son necesariamente aquéllos que alcanzaron las mejores calificaciones, los que obtuvieron menciones honoríficas o los que cuentan hoy con un currículum laboral. Es cierto que vivimos en un mundo donde el conocimiento es fundamental para consolidar nuestro desarrollo en todos los ámbitos del quehacer humano. La importancia que se le da a la educación no es por apreciar el conocimiento por sí mismo, sino porque rinde frutos al capital donde la eficiencia, la competitividad, la productividad y la ganancia es lo único que importa. Lo que no es considerado útil no tiene valor, por esta razón hay “escuelas que matan” para decirlo en palabras de Patricia Ganem. Segura estoy que cualquier maestro que está protestando en el zócalo de la ciudad de México contra la reforma educativa ha leído más libros que el titular del poder ejecutivo federal. Esos maestros que hoy defienden sus derechos en las calles, saben más de civismo, de historia, de geografía y de español de lo que puede presumir con ayuda de las televisoras Enrique Peña Nieto. Creo que lo mejor de esos maestros es su dignidad, esa dignidad que no se enseña en ninguna escuela de México.