1
Hubo un tiempo en que mi papá y mi mamá trabajaban en la tarde. Generalmente no era un problema, pero cierta vez rompí en llanto atroz: “Llévame contigo, mami, no me dejes sola”, le decía entre berridos, a pesar de que en casa estaban mi abuela y mi hermano y mi primo Ricardo. Mi mamá tomó el libro que estaba tirado junto a mí: eso siempre le daba una pista sobre mis estados de ánimo. Era un ejemplar de los cuentos de Andersen y, efectivamente, acababa de leer un cuento que me había dejado emotiva, por decirlo de alguna manera.
Mamá me preguntó cuál era el cuento que me había puesto chípil y le dije: era el de esa niña huérfana que vende cerillos y que extraña a su mamá y se muere de frío y no te vayas, mami, no me dejes sola. Ella suspiró y accedió a que la acompañara a su trabajo. Me llevé el libro de Andersen y lloré esa tarde con “La sirenita” y con “La pelota y el trompo”; pero eso sí: sentada junto al escritorio de mi mamá. Cuando su jefe me saludó y le preguntó a ella a qué se debía el honor de mi visita, la respuesta fue: “La culpa es de la niña de los fósforos”, y le contó nuestro drama previo. “Pero así se hacen sensibles”, concluyó mi mamá.
Sensible o chillona, lo cierto es que yo era muy fan de esos cuentos desgarradores: además de los personajes suicidas de Andersen me gustaban los atormentados de Wilde (“El ruiseñor y la rosa” y “El príncipe feliz” eran mis favoritos) y los cuentos desgarradores de un libro muy viejo que atesoraban en casa, Alma latina. Pura tragedia que hacía que la serie animada Remi pareciera comedia musical.
2
Hasta hace muy poco trabajé en una oficina de gobierno. Un día, una compañera llevó a su hijo y, luego de dejarlo correr frenéticamente por los pasillos durante unas horas, misteriosamente decidió que era tiempo de que el niño dejara de torturarnos. “¡Te me sientas aquí y te estás quieto! ¡Ten y ponte a leer!”, rugió la doña y le puso en las manos un libro del que alcancé a leer el título: Andersen para niños. Metiche que es una, le pedí al pequeño que me dejara ver su libro. Para calarlo, pues.
Lo que más me sorprendió no fue que pretendiera antologar a Andersen en un puñadito de páginas (no eran ni 100) ni que cada una de esas páginas sólo tuviera un par de renglones de texto. Tampoco fue que el resto del libro eran ilustraciones que parecían clones de las de Disney, muy similares a los dibujos que adornan puestos callejeros de tortas y tacos, en los que uno sabe que tal personaje en el cazo es Porky o La Sirenita (según si es puesto de carnitas o mariscos), pero si los mira de cerca descubre que tienen deformidades que van de lo vago a lo monstruoso, de acuerdo con la pericia del rotulista.
No: lo más sorprendente era que todos los cuentos estaban “retrabajados”: Sirenita no se disuelve en espuma de mar; Trompo perdona y rescata a Pelota; Soldadito de Plomo y Bailarina se casan y son felices… ¡La niña de los fósforos logra meterse a la realidad alterna de los cerillos y se queda ahí a disfrutar de una cena deliciosa con su mamá y su abuela!
Yo me quedé con mil dudas: ¿Por qué ese miedo a que los niños conozcan historias desgarradoras? ¿Qué puede tener de malo que se nos ablande un poco el corazón, que conozcamos personajes capaces de dar la vida por otros o que viven en un mundo injusto? Más todavía: ¿Cómo entiende el concepto de “infancia” el editor que cree que estos cuentos son demasiado sórdidos y necesita hacer una versión “para niños” de algo que ya era disfrutado por la chamacada?
Al final sólo pude concluir una cosa: con razón el hijo de mi ex compañera de trabajo prefiere correr como cabra loca que sentarse en un rincón con esos libros. Yo habría hecho lo mismo, supongo, aunque se habría visto muy mal una Raquel de traje sastre galopando entre las computadoras.
3
Hace poco una mamá me dijo que ella le evitaba a sus hijos “esos cuentos lacrimógenos” porque los ponía “demasiado sensibles” y yo pensé de inmediato en mi propia mamá y su paciencia ante mis brotes melodramáticos. No sé qué tan sensible me habré hecho, pero sí creo que el daño colateral de esas lecturas, en mí y en otros, fue ejercitar la empatía, la capacidad de indignarnos ante las injusticias y hasta la tolerancia a situaciones frustrantes. La vida no siempre es fácil, parecían murmurar esas historias, pero no tiene por qué dejar de ser bella. Ya sé, soy una cursi. Pero la culpa es de la niña de los fósforos.
Encuentras a Raquel en twitter: @raxxie_ y en su sitio web: www.raxxie.com –También contesta preguntas en su chismógrafo, http://ask.fm/raxxie.