México, y Aguascalientes con él, están en un contexto sociopolítico de gran intensidad, debido al choque de la fuerza impulsora de las reformas constitucionales sumadas a las leyes secundarias derivadas, y de las fuerzas restringentes que se oponen a ellas, de parte de subgrupos disidentes principalmente pertenecientes al magisterio. Protagonizando, hoy por hoy, una actitud beligerante específica en contra de los cambios legislativos de fondo propuestos en el sector de la Educación; pero que mañana –entiéndase próxima semana- pudiera convertirse en una masa social crítica en contra de las otras dos reformas cruciales para el futuro del país: la Energética y la Fiscal-Hacendaria.
Este contexto de estacionamiento del impulso reformador, que no necesariamente de estancamiento o desenganche de los cambios anunciados y prometidos por el nuevo gobierno federal de Peña Nieto, provoca que el grueso de la población que somos, ciudadanas y ciudadanos, seamos presa más de múltiples y divergentes percepciones, iluminados con ideas claras y distintas y bien armadas reflexiones. Contexto que nos empuja a experimentar una vorágine de emociones que verdaderamente no tienen anclaje en la realidad, sino en percepciones subjetivas y virulentamente aleatorias. De manera que nos cuestionamos finalmente: ¿Las reformas van o no van?
En una tal coyuntura, bien vale la pena hacer un alto y darnos un tiempo para reflexionar, dejando ser a nuestra conciencia lo que es, una luz que ilumina nuestra condición de ser y estar en el mundo. Cuando hemos entrado en un camino ignoto y misterioso, el concretarse a vivir simplemente dejándose ser, nos conduce a un engolosinamiento de objetos, de sensaciones, de imágenes y de seres… Para Jean Paul Sartre, el pensador moderno existencialista por excelencia, intuir vivamente esta misma condición humana le permitió experimentar una nueva toma de conciencia, que puede resumirse como sigue:
Llegó un momento decisivo y fundamental, en su vida, que ocurrió en una tarde de otoño en que, sentado en una banca de un parque se pusiera a contemplar las raíces de un árbol y así, sin pretenderlo, fue encontrando el significado de la existencia. La meditación particular de Sartre arrancó de pensar en sí mismo como de otro cualquiera, calificando y poniendo adjetivos a las cosas de una manera automática, y casi sin sentido.
Se dio cuenta de que hablar de las cosas reales –presentes ahí- no es tan fácil como se presupone. El buscar incluso las propiedades más elementales de las cosas cuesta trabajo y tiene una dificultad considerable. Continuó él sumergiéndose en su consideración y fue viendo cómo la gran mayoría de calificativos se quedan en la superficie de las cosas, sin descubrir su intimidad y verdadero significado. Al ir quitando la “corteza” con que se ven las cosas, empezó a ver la desnudez de los seres, su trascendencia y su propio misterio. Todos los sentidos se embotan en la sensación de sus objetos y se quedan ahí en la capa de lo intrascendente y superficial. Todo va danzando ante la profunda mirada como algo superfluo (“trascendente”, “excediendo los límites”, “excesivo”).
Nada escapa a esa calidad superflua de las cosas: inclusive el propio Ya se halla involucrado en ese mar de cosas superfluas. Ello es capaz de causarnos un sentimiento de inconformidad, de disgusto radical y profundo con lo que somos. Inmediatamente surge a la mente la idea de la muerte, pero la misma muerte es otra de esas cosas molestas, superfluas, innecesarias, intrascendentes. Pensar en el suicidio es pensar en algo vano, innecesario: ver la propia carne abandonada, la sangre salpicando el pasto y las piedras del parque, los propios huesos limpios y desnudos…, todo, todo parece superfluo para siempre, por la eternidad.
Ante esta visión “dantesca” –si se quiere- surge una palabra clave y acaso desconsoladora: ¡Absurdo! Sí, cuando las cosas se ven sin remedio superfluas, no cabe mayor explicación que lo absurdo. Entonces ya no importa embeberse y concentrarse, quedar absorto en las cosas, pensar acerca de ellas…, siempre en ellas. El absurdo es irreductible, no se agota ni con las piedras, ni con los árboles, ni con las hojas, ni con las raíces; lo absurdo es omnipresente y avasallante; ni las palabras ni los pensamientos pueden explicarlo; todo cae en el delirio secreto de la Naturaleza, todo se resume en un absoluto sinsentido. El mundo de las explicaciones y de las razones no es el mundo del absurdo, porque no es el mundo de la existencia.
Todo parece escapar a un sentido propio y adecuado de ser; todo parece caer en el dominio de lo negro, una inmensa mancha negra sin explicación, sin matices, sin color específico; lo negro es indeterminado, imperceptible, inexplicable. El éxtasis que produce esta consideración va arrobando los sentidos y la conciencia y la luz de la inteligencia; se aproxima uno a la nada.
En este recorrido nos encaminamos indefectiblemente al encuentro con la contingencia, quedamos fascinados ante el descubrimiento de lo que ahora es y puede en cualquier momento dejar de ser tal y como lo conocemos. Y así, después de desdoblar las cosas y verlas en su desnudez original, parece que asistimos al nacimiento y origen de todas las cosas; nos sorprende la evidencia de todas las existencias que nos rodean. Más fácilmente pueden tratarse las cosas abstractas, las imaginaciones, las fantasías, las nociones, pero el encuentro de lo absurdo y de la contingencia y de las cosas superfluas ahí, haciendo acto de presencia, nos conmueve hasta lo más íntimo.
Ante un mundo que se nos cierra o escapa, ante un camino que se nos abre demasiado urgente, ante una conminación o amenaza del mundo circundante, reaccionamos con una emoción. Una emoción es capaz de transformar el ámbito de las cosas circundantes y darle una calidad insospechada y acaso ininteligible. Un obstáculo que se nos interpone, hace que respondamos con una actitud capaz de transformar el objeto que nos impide el camino; porque al darnos cuenta de su presencia incontenible, no podemos menos de activar nuestra conciencia y, transformando entonces la perspectiva con que antes lo veíamos, transformamos también la propia conciencia. Ante algo que se nos enfrenta, maniobramos con una emoción, de tal suerte que transformamos ese algo en lo que nosotros deseamos que sea, para poder conquistarlo y dominarlo.
Este gran paréntesis de una meditación, al incomparable estilo de J.P. Sartre, nos pone en aviso de no dejar atraparnos por las emociones y, peor aún, por las pasiones de ira, de violencia, de imposición de modos de sentir y querer, de negación a ultranza, de masas enardecidas, de actuar irracional o extremadamente pasional. Hay que dejar que la conciencia racional, ilumine el camino, enderece las torcidas raíces de la imposición –venga de quien venga-, y nos permita la ponderación de un cambio que, en política y en estructuración de la sociedad, nos lleve efectivamente a nuevos y mejores estadios de desarrollo. Lo absurdo no es opción.