Nuestro hombre en Montauban / César Morales Oyarvide en LJA - LJA Aguascalientes
25/04/2025

 

Un profesor de Barcelona me contó en 2006 una historia fascinante: que el último presidente de la Segunda República Española, don Manuel Azaña, fue enterrado en suelo francés, pero bajo la bandera de México, salvándose así de una deshonra póstuma preparada por la jauría fascista.

No lo creí del todo y lo investigué. Así descubrí al diplomático mexicano que amparó al ex presidente español: Luis I. Rodríguez Taboada, uno de los valientes que, en medio del crimen y la cobardía triunfantes, hicieron posible el mayor gesto de solidaridad de la historia de México: el asilo de miles de exiliados republicanos españoles.

Recreo su historia, apoyado en los profesores Alberto Enríquez Perea y José M. Muriá, como antídoto contra la actual diplomacia de pasarela y porque, huérfanos de héroes y motivos de orgullo, no nos viene mal un relato así.

¿Quién fue Manuel Azaña? Probablemente el político que mejor representa el agitado y luminoso periodo anterior a la Guerra Civil española: un tiempo de reforma agraria, misiones pedagógicas, voto de la mujer y laicidad del Estado. Fue el último presidente de la Segunda República, y como un Eneas hispano, la llevó en su espalda hasta el final.

La postura del gobierno mexicano ante el conflicto español fue siempre la misma: una defensa inflexible de la legalidad y legitimidad de la República. Tras el triunfo militar de los alzados, este apoyo se concretó en velar por la suerte de los miles de españoles que se vieron obligados a huir de su país. Azaña fue uno de ellos, exiliado en Francia de febrero de 1939 a noviembre de 1940.

Reconocido “incondicionalmente” el gobierno franquista por Francia e Inglaterra, el ex presidente corría el riesgo  de ser víctima de una venganza de sus adversarios, ayudados por algunos franceses  y la Gestapo. Perseguidos, Azaña y su familia iniciaron un peregrinaje que los llevó hasta Montauban, en el suroeste de Francia, donde fueron acorralados.

Aparece entonces el embajador Rodríguez Taboada.

El ministro mexicano viajó desde Vichy (sede de nuestra embajada una vez caído París y establecido el gobierno colaboracionista de Pétain) para buscar al ex presidente español. Lo encontró gravemente enfermo y sin dinero, viviendo en un pequeño departamento alquilado. “Aquí me tiene, […] convertido en un despojo humano […] Sé que me persiguen…tratan de llevarme a Madrid… no lo lograrán… antes habré muerto”, dijo al recibirlo. El embajador le ofreció la protección de militares mexicanos, le entregó algo de dinero y se comprometió a entrevistarse con Pétain para interceder por él y facilitar su viaje a Vichy y finalmente hacia América.


Entretanto, el cerco enemigo se cerraba. Gilberto Bosques (el “Schindler mexicano”, cónsul en Marsella) supo que un grupo de falangistas (fascistas españoles) habían cruzado la frontera y secuestrado a un grupo de refugiados (entre los que se encontraba el cuñado de Azaña, Cipriano Rivas) para llevarlos a Madrid. El agobio de Azaña por la suerte de su cuñado lo hizo considerar entregarse para salvarle la vida. Convencerlo de la urgencia de dejar Francia se volvió imposible.

A fines de agosto, llegaron hasta Montauban falangistas al mando de un tal Pedro Urraca, planeando secuestrar al ex presidente. Volverían al mes siguiente. Alertado de ello, Rodríguez se trasladó a Montauban y tomó una medida drástica: separó algunas habitaciones en un hotel a nombre de la Embajada de México (con derecho a ondear nuestra bandera) y se instaló ahí con Azaña, que no pudo rehusarse.

Cuenta José Muriá que los esbirros de Franco estaban ocultos en  las afueras del hotel, lo que produjo un altercado en el que Rodríguez y los suyos ahuyentaron a las fieras con las armas en la mano (el propio embajador cargaba una pistola calibre 38). Esa noche (era 15 de septiembre) se celebró un “Grito” inusual: centenares de republicanos españoles se congregaron frente a la nueva residencia de Azaña y rindieron un respetuoso homenaje a México.

El traslado a Vichy parecía cada vez más lejano: la salud de Azaña empeoraba y, por si fuera poco, las autoridades francesas se enteraron de los planes del embajador Rodríguez, a los que se opusieron por completo. Los acontecimientos tomaron un giro macabro el 29 de septiembre, cuando el médico que acompañaba a Azaña, Pallete, se suicidó.

El 4 de noviembre, a las 4:53 horas y oficialmente en territorio mexicano, el ex presidente español murió.

El último incidente ocurrió la mañana siguiente, antes de que el cortejo fúnebre partiera al cementerio. Rodríguez recibió un mensaje del Prefecto de Montauban (representante del gobierno), pidiéndole que no se convirtiera el entierro en una manifestación política. El embajador le contestó que haría lo posible, pero no podría evitar que acompañaran a Azaña sus compatriotas refugiados y la bandera republicana.

Esa respuesta alarmó al Prefecto, que de inmediato se hizo presente. Amenazó incluso con disolver violentamente el cortejo. En el colmo de la desfachatez, sugirió que el féretro se cubriera con la bandera franquista y no con la republicana. “No autorizaré semejante blasfemia…”, contestó nuestro embajador. El Prefecto, aturdido, preguntó si debía tomar aquello como un desafío a su autoridad. “Tómelo como quiera”, dijo Rodríguez. En un ríspido compromiso final, el funcionario colaboracionista autorizó la manifestación de duelo, pero pidió que no se usara la bandera republicana.

Lo que respondió el ministro Luis I. Rodríguez (nuestro hombre en Montauban) al prefectillo es inolvidable:

“Está bien. Lo cubrirá la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos,  una esperanza;  y para ustedes una dolorosa lección”.

El embajador Rodríguez Taboada murió en 1973. A su última morada lo acompañaron una bandera republicana y los más altos honores. Con la fuerza y esperanza que da el ejemplo de este mexicano -que, en medio del derrumbe moral, honró a la historia e hizo de su destino la esperanza de los pueblos libres- viene también una gran responsabilidad.


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