A mediados del siglo XX, Rita Montaner, la Única, contaba —y cantaba— al mundo las desventuras del viejito don Simón, de Pedro y del pobre Casimiro. Si bien, ninguno de los tres tenía pruebas contundentes de su desgracia, contaban con información suficiente para imaginar que las cosas no marchaban bien.
El próximo 7 de julio, los aguascalentenses —hidrocálidos, termopolitanos, aquicalidenses, acalitenses, aguadoscalientes, o como guste— elegiremos diputados locales y presidentes municipales. Afortunadamente las campañas terminaron y tendremos unos días de paz. Quizá incluso podríamos cantar y bailar mientras tomamos nuestra decisión:
“El viejito don Simón / Que tiene sesenta años / Se casó con Asunción / Que ahora tiene veinticuatro / Hace un mes que se casó / Y cuando ella le dijo / ¡Chico, vamos a tener un hijo! / Don Simón así exclamó: / ¡Ay, qué sospecha tengo!”
Ahora ya nadie es político. Los candidatos son comunicadores, educadores, obreros, gente humilde, señores y señoras, buenos tipos y buenas chicas. Todo, menos políticos. Y se les nota. Las “propuestas” son en realidad frases publicitarias; y se resumen en: “yo haré bien las cosas”. Casi todos desconocen la ideología del partido que los postula, no han leído los documentos institucionales e ignoran el ideario de su color. Y cómo podrían conocer todo ello, si hasta hace unos meses eran solamente ciudadanos. Claro, actúan como políticos, se postulan por partidos políticos, militan en partidos políticos y hasta hacen política. ¡Ay, qué sospecha tengo!
“En casa de Pedro ayer / Entró un tipo delicado / Y con gesto refinado / Pidió algo de beber / Cuando Pedro se acercó / Vio sus cejas arregladas / Y al ver cómo lo miraba / Muy preocupado pensó: / ¡Ay, qué sospecha tengo!”
Por angas o por mangas me ha tocado observar varios episodios del trastorno conocido como Arrebato Súbito de Amabilidad, o asa (catalogado en el dsm-vi). De pronto, alguien con quien he coincidido en algunas ocasiones, pero con quien nunca he cruzado palabra —o siquiera un saludo—, se me aproxima, me saluda, coloca su mano en mi hombro, pregunta por la familia y me desea un lindo día. Todo ello aderezado con una marmórea sonrisa y una jovialidad perturbadoras. Poco tiempo después caigo en la cuenta de que se trata de un flamante candidato que busca la simpatía del electorado —y la mía—. ¡Ay, qué sospecha tengo!
“La mujer de Casimiro / Salió muy arregladita / Y le dijo a su marido / Que iba a ver a mamaíta / Luego la suegra llegó / Y al decirle a Casimiro / Que su hija había salido / Para ir a verla pensó: / ¡Ay, qué sospecha tengo!”
Las promesas de campaña —a las que los candidatos se aferran en llamar “propuestas” o “metas”— este año fueron de chile, de mole y de manteca. A algunas se les notaban las horas de reflexión, el estudio serio de las consecuencias, la profundidad: “Adiós a las fotomultas” o “seguro para todos”. Otras frisaban la genialidad, a tal grado que su alto contenido de innovación opacaba su naturaleza onírica “se garantizará la seguridad en todas las colonias”, su franca vaguedad “mi meta es escuchar a la gente” o su patente estulticia “motivar la asistencia de los aguascalentenses al cine”. Otras más parecían casi divinas, ni al mismísimo Tláloc se le hubiera ocurrido: “habrá agua para todos los habitantes, todos los días”. Ahora falta que quien gane, cumpla. Así que a esperar el programa de promoción del cine —urgentísimo—, la devolución de las cámaras fotomultadoras —y la recuperación del dinero gastado, claro— o la primera gran fábrica de agua del mundo. Lo confieso, comienzo a pensar que mucho de lo prometido seguirá siendo deuda después de tres años. ¡Ay, qué sospecha tengo!
Si a alguien le interesa saber por qué uno termina sin festejar mucho la fiesta de la democracia, habrá que responderle también como lo haría la Única: “Coño, que te pasas la vida diciendo que si soy así o que si soy asá. ¿Qué es lo tuyo, chico? ¿Quieres saber porque yo soy así? Porque tengo mis motivos. Yo tengo mis motivos.”