Dos amigas que han terminado de tomar café se detienen en el área de cosméticos de la tienda (y farmacia y restaurante) en que se han reunido. Una de ellas busca algo de maquillaje, la otra explora con curiosidad los nuevos productos; toma una botella de esmalte para las uñas y la abre para ver la consistencia de la pintura. La botella es innovadora, tanto que al abrirla deja escapar tres gotas de producto. La amiga finalmente no ha comprado nada, y la que abrió la botellita la coloca en su lugar.
Ambas se encaminan a la salida. Entonces se pone en marcha un operativo admirable, señoritas en uniforme se apresuran, tanto como les permiten sus tacones, a rodear a las amigas; otra dama, también uniformada y además aderezada de mando, se acerca: “tiene que pagar esa botella de pintura de uñas, ya se la dejé en la caja para que la pague”, así, con la amabilidad que da el poder, aunque sea chiquito. La cliente tarda en comprender qué sucede; el cerco súbito, el trato brusco y la inesperada presencia de alguien que le da órdenes, la confunden. “Sí, la pintura que abrió, tiene que pagarla”, insiste Patton. Ah, claro, el teatrito éste tiene que ver con la pintura de uñas, la botellita rara de color estrafalario que, definitivamente, no piensa comprar. El diálogo deviene discusión. El esmalte no estaba cerrado, y abrir la botella para comprobar el contenido es una práctica centenaria (¿quién compra un champú sin conocer antes su aroma?), es el argumento de la cliente. Son reglas de la tienda, y además ya no podemos venderla, es una pérdida para nosotros, es la respuesta.
Ocurre un impasse, la discusión se estanca. La cliente insiste en que no comprará algo que no va a usar y que no estropeó; el ejército de vendedoras es unánime: debe comprarlo. El tiempo pasa y, magnánimas, las policías del cosmético ceden: “está bien, puede irse, aunque al final nos perjudique por haber abierto la botella”. La amiga invita a la cliente a retirarse. A punto de hacerlo, la cliente, siente el peso de la inconformidad, se arrepiente de la salida fácil y dice: “Me están dejando ir como si fuera un favor, ¿no se han convencido de que no está bien lo que hacen, cierto?” Nuevamente, las chicas, espléndidas ofrecen olvidar el asunto; nuevamente terminan su discurso con desdén.
“Entonces compraré la pintura”. La cliente paga por el esmalte y pide hablar con la gerente. Y la gerente resulta la chica con delirios de general. “No me parece lo que hacen, y mucho menos la manera en que lo hacen; son groseras y no estoy de acuerdo con lo que me piden. Compré la pintura y no la quiero, así que aquí tiene, se la regalo”. La chica toma la pintura y dice que no puede aceptarla, que no es que ella la quiera, que así debe ser, que tenía que comprarla. “Bien, la compré, se la regalo”.
Hasta aquí, me parece que los dos bandos podrían seguir defendiendo su punto. La cliente no considera que tres gotas —de verdad, tres gotas— sean suficientes para etiquetar al producto como estropeado; además no se trataba de una botella sellada inviolable, y no hay mujer que compre una pintura de uñas sin haberla abierto antes. Tampoco la hace muy feliz el trato que limita con la grosería, resiente la descortesía. La gerente de la tienda quizá esté defendiendo el prestigio de la tienda, quizá es una estricta vigilante de que nadie se mida un sombrero, se pruebe las guayaberas o se calce los guantes antes de hacer la compra; probablemente ha obligado a cuanta persona acciona un desodorante en aerosol a pagar por su abuso. Es probable que las políticas de la tienda sean a tal grado estrictas, que su empleo esté en riesgo.
“No me quedaré con la pintura, la colocaré en el lugar en el que estaba, para que vea que no es una cuestión mía”. La gerente ordena a una de las chicas a devolver el esmalte al aparador. Van a vender nuevamente la pintura. Es decir, ni ellas estaban convencidas de que el producto estuviera estropeado. Simplemente cobrarán dos veces la pintura —la ética se desploma, no tenía la menor importancia—. Y así, la escena se convierte en farsa. El regaño, el cerco a las amigas, los argumentos circulares no tenían la menor importancia. Tenían una sola razón de ser: porque sí.