Hay gente que le gusta formar colecciones precisas y exhaustivas de insignificancias. En sus casas se puede ver, por ejemplo, torres de periódicos o revistas formando en una, dos o hasta en tres habitaciones herméticos y retorcidos laberintos de extensión desconocida; montañas de bolsas de plástico que han cubierto por completo los muebles o los han sustituido, aquí un loveseat ergonómico y mullido con bolsas de ropa vieja, o vintage si lo prefiere, acá una mesa de comedor, firme y segura, hecha con bolsas de latería caduca, allá una vistosa cómoda formada de bolsas que sostienen bolsas con cachivaches “nuevos”, recientemente adquiridos, pues; manadas de chihuahuas diabólicos de nombres dulces y temperamentos neuróticos o de poodles que solían ser blancos y esponjosos y ahora son grises y con rastas; repisas repletas de electrodomésticos y toda clase aparatos y aparejos a la espera de ser reparados, reconfigurados, reinventados, desde telégrafos, teléfonos de manivela, celulares del tamaño de una caja de zapatos, lavadoras de la era espacial o del viejo oeste, consolas de videojuegos con carcasas de madera o de plástico, computadoras con tarjetas perforadas, CPU´s cochambrosos y laptops que no pasarían como equipaje de mano, todos nada más esperando su turno para formar parte de ese gran proyecto en proceso, el robot, el satélite, el cohete.
En México las cosas no son así, los mexicanos no son ni coleccionistas compulsivos ni acumuladores. Los mexicanos son tilichentos y recicladores compulsivos, pero no acumuladores. El afán de coleccionar objetos y arrinconarlos hasta hallarles una utilidad es parte de la idiosincrasia de los mexicanos, en cada casa hay una habitación especial para este fin, su nombre invariable es “el cuarto de los tiliches”. Y justo el hecho de que sea una práctica tan común la hace pasar desapercibida como enfermedad y ser percibida como parte de la normalidad. Los mexicanos acumulan y acumulan cacharros de toda clase por dos razones: una, porque no los consideran basura, es decir, no consideran que sea algo desechable e inservible; y dos, aunque se trata de objetos sin ningún beneficio a la vista, los mexicanos confían en que en el futuro, próximo o lejano, le hallarán una utilidad tan precisa a sus tiliches que los hará soñar con posibles patentes millonarias. Quién sabe, piensan, una maraña de cables bien podría ser de muchísima utilidad ante, por ejemplo, una invasión alemana, un campamento en el Everest o la llegada de los cuatro jinetes del apocalipsis.
La moda reciente del reciclaje para salvar al mundo, ni más ni menos, no ha hecho mucha mella en el inconsciente colectivo mexicano. La razón es sencilla, lo mexicanos tienen toda la vida realizando ese tipo de prácticas. Más por necesidad que por conciencia ecológica, la verdad, los mexicanos le hallan a todo objeto un segundo, tercer y hasta cuarto uso. El excedente de capital de algunas sociedades, que genera excedentes en más de un sentido –inventario, efectivo, crédito, desechos–, en México nunca se ha dado, por lo que el ciclo económico de cualquier producto es mucho más extenso que en otras partes. Los objetos aquí tienen una vida más larga, si llegan a tener un accidente, se les da primeros auxilios de cinta adhesiva, si llegan a tener un percance mortal, se les resucita con clavos, y si de plano se vuelve imposible revivirlos, se les reencarna en una nueva configuración material, invocando a los espíritus del bricolaje y de MacGyver.
Aquí, pues, se genera un círculo virtuoso del que bien podrían aprender otros países. La acumulación obsesiva halla cauce en el reciclaje, el obligado y necesario reciclaje halla su materia prima en los vastos inventarios del cuarto de tiliches. He aquí, pues, una cualidad que todo próximo adoptante haría bien en tomar en cuenta, pues con esto queda claro que cada mexicano, al ser un tilichento reciclador, lleva en sí la semilla que podría salvar al planeta, por lo cual convendría dispersarlos como esporas por el mundo. Si entre su planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos.
Primer paso: distribuya estratégicamente por toda su casa cajas de cartón de diversos tamaños, su mexicano irá colocando en ellas lo que traiga entre las manos y que de momento le estorbe. Cuando se llenen, vea si por el contenido puede etiquetar la caja con un título que le dé coherencia al conjunto, si no, simplemente póngale la fecha en la tapa con un marcador, séllela con cinta canela y almacénela para futuros y utilísimos usos.
Segundo paso: su mexicano necesitará de un cuarto de tiliches, de una vez escoja una habitación de la casa que cumpla esa función y acondiciónela –o sea, vacíela–, de lo contrario correrá el riesgo de que su sala o cochera terminen pareciendo un mercado marroquí.
Tercer paso: su mexicano necesita reciclar, para ayudar a encauzar estos afanes, se recomienda que compre todas las herramientas que pueda, con tal de utilizarlas, especialmente si son eléctricas, y ver cómo funcionan, su mexicano se pondrá a construir nuevas y divertidas cosas con sus viejos tiliches. Los nuevos objetos no serán dignos de la Bauhaus, pero algún nuevo uso tendrán.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano compra tiliches? Sí. ¿El mexicano vende tiliches? No. ¿El mexicano intercambia tiliches? Depende.