Con un abrazo para Rodrigo Negrete.
Suma
Cuando hace algunos años el estado de Aguascalientes alcanzó la cifra de un millón de residentes, buena parte de los eventos institucionales organizados para la ocasión, se diseñaron, ante todo, para celebrar nuestra incuestionable capacidad reproductiva pero, con la notable excepción del Consejo Estatal de Población, se dedicó poco tiempo para reflexionar en torno a las causas, significados y posible incidencia que esta efeméride demográfica tendría en el horizonte social, económico, cultural y político de la entidad.
Un buen ejemplo del tipo de reflexión que hubiese sido atrayente realizar es el examen de las relaciones entre las tendencias demográficas y el funcionamiento del sistema político en general y del desarrollo de las elecciones en particular. El punto de partida sería –es- sencillo y establece que es del todo razonable esperar que conforme va creciendo el tamaño de la población en una comunidad, van creciendo también los requerimientos para un funcionamiento adecuado de su sistema político. No parece lo mismo garantizar la gobernabilidad de una comunidad con 250 mil o 500 mil habitantes que una con más de un millón: el tamaño sí cuenta.
Parte de nuestra actual aritmética electoral muestra, en parte, este hecho al haber dado cauce en los últimos años a un impulso de agregación, de adición continua en el número de ciudadanos a empadronar, las casillas electorales a instalar, los funcionarios electorales a incorporar y capacitar, las campañas a monitorear, los partidos y candidatos a registrar y, claro, en los costos económicos que supone hacer todo esto. Aquí, entonces, todo converge en una suma.
El crecimiento de la población importa porque implica en sí mismo un aumento sostenido en la demanda de servicios públicos (educación, seguridad, infraestructura, etc.) y en la capacidad financiera y operativa para administrarlos, pero también es relevante porque dicho crecimiento se acompaña usualmente por una mutación social que, entre otras cosas, tiende a manifestarse en el hecho de que el sistema político se siente presionado a ajustar su funcionamiento –sus instituciones, sus usos y costumbres y su retórica- a los nuevos imperativos que trae consigo una sociedad con una mayor diversidad social, que alberga una mayor densidad de intereses que gestionar, que tiene una mayor pluralidad en cuanto a estilos de vida, donde hay cada vez más opiniones, quejas y propuesta que escuchar y atender, y que, en fin, muestra un perfil de ciudadanos que tiende a desafiar las visiones tradicionales y unidimensionales. Así, el fenómeno cuantitativo deviene en una mutación cualitativa.
Resta
Pero nuestra aritmética electoral está hecha también de restas. Véase, por ejemplo, la sustracción de las diferencias ideológicas y programáticas entre las ofertas políticas que, supuestamente, distinguen y justifican la existencia de más de un partido político en la entidad. En las elecciones recientes no hubo nada que, efectivamente, permitiese distinguir una oferta política de otra, nada que validara la añeja distinción entre izquierda, centro y derecha, o que, al menos, aludiera a la más reciente distinción entre tecnócratas, políticos y ciudadanos. Esta omisión, esta resta en la diversidad de la oferta electoral política no obedeció a un viraje en favor del pragmatismo sino, en parte, a las oportunistas alianzas políticas que realizaron los partidos pero, sobre todo, a dos hechos más serios y preocupantes: el desgaste y empobrecimiento continuo de la identidad política de los partidos políticos en general y, como consecuencia de ello, la creciente personalización de las ofertas políticas en contienda.
Aquí los partidos políticos y la clase política en general ha abandonado toda presunción de construir un proyecto de sociedad, una idea de sociedad que, además de ser coherente, consistente e imaginativa, concilie en el presente y proyecte hacia el futuro lo que, como sociedad, debemos, podemos y anhelamos ser. En su lugar los partidos políticos nos ofrecen las innumerables virtudes privadas que, dicen, encarnan sus candidatos: honorabilidad, genuina vocación de servicio público, apego al terruño que los vio nacer o los adoptó, amor constante y puro a su familia, sencillez en el trato y aspiraciones, trabajadores incansables, etc. Con ello la deliberación pública en torno a nuestras opciones como sociedad –deliberación pública inherente a todo proceso electoral- se convierte en un triste y fútil cotejo de personalidades, de simpatías y antipatías, de chismes y embustes.
A este empobrecimiento, a esta resta, hay que añadir la irresponsabilidad de los funcionarios públicos estatales quienes se excusaron por no poder organizar un debate televisivo entre los candidatos con un pretexto que ofende la inteligencia de los ciudadanos, pero que refleja muy bien el parco entendimiento que poseen de la relevancia que la deliberación pública tiene en una democracia. Con esta torpe negativa, el proceso electoral se desmejoró aún más de lo que era de esperar por la mera ineptitud de los candidatos y partidos.
División
Ante este juego de sumas y restas, resulta poco menos que paradójico que el abstencionismo aparezca como una de las principales características de nuestra aritmética electoral. Paradójico en cuanto el abstencionismo agrava los males que pretende denunciar y de hecho abre una división, una especie de zanja entre los ciudadanos y las autoridades que, desde luego, estas últimas tenderán a llenar con un creciente desapego de sus compromisos con los primeros.
Una de las formas de apreciar el tamaño de la zanja, el déficit democrático, que resulta del abstencionismo es el hecho de que, para acceder a las alcaldías, es cada vez menor el porcentaje de votos obtenidos en relación al número de ciudadanos que tienen derecho a votar. Al vencedor de las elecciones para la presidencia municipal de Aguascalientes le fue suficiente obtener alrededor de un cuarto del universo posible de votos o, dicho de otro modo, sin que tres cuartos de los ciudadanos lo apoyaran en sus aspiraciones de gobierno.
Por grave que sea su malestar, es claro que los ciudadanos que prefirieron no votar -sea por desconfianza a los candidatos, por hartazgo de los políticos y partidos políticos, por desengaño y frustración en cuanto a los resultados del actual gobierno estatal, o incluso, por desafecto a la democracia- tienden a desestimar que el abstencionismo implica una suerte de renuncia a una de sus mayores derechos: el de exigir a sus representantes y autoridades una rendición de cuentas transparente, clara y rigurosa sobre su quehacer. De ahí que abstenerse de votar sea como extender un cheque en blanco a las autoridades y que entre menor sea el número de ciudadanos que manifestaron interés en acudir a las urnas, menores serán también los incentivos que las autoridades tendrán de rendir cuentas de su gestión y de cumplir sus responsabilidades con un mínimo de honestidad, eficiencia, eficacia y transparencia.
Por otra parte, el abstencionismo también resta vigor a las instituciones democráticas y abre una rendija que abre paso las tentaciones populistas, mismas que no suelen ser muy afectas a seguir las reglas del juego democrático.
Multiplicación
Parece claro que nuestra transición política local no ha sabido encontrar aún la forma de hacerse de una aritmética donde se multipliquen los beneficios de vivir en una democracia. Al parecer el horizonte de nuestra transición no iba más allá de lograr la alternancia política y no nos exigimos mucho para elevar la calidad de nuestra democracia ni el desarrollo de nuestros procesos electorales.
Sí, cierto ya no existe la hegemonía de un partido y contamos con un instituto electoral que garantiza la competitividad y transparencia de las elecciones, pero es cierto también que apenas si hemos trabajado para elevar la calidad de las elecciones, para darle sustancia real a la deliberación pública, para que los partidos políticos reconozcan el imperativo de tener ideas y proyectos de sociedad sensatos e imaginativos, para que los liderazgos políticos y sociales sean sólidos, para que la división de poderes sea efectiva, para que el trabajo legislativo se distinga por su generosidad y eficacia, para que la participación social sea más abierta, persistente y eficiente y, en fin, para que el sentido de ciudadanía no se agote en el tener una credencial del IFE. Requerimos, en breve, dar paso a una segunda fase en nuestra transición política, una fase de creación y activación de la ciudadanía activa, esto es una democracia, para usar el término de Mangabeira Unger, de “alta energía”, de multiplicación democrática.