Lejos
Escribo estas líneas lejos de lo que llamo Casa, ese sitio donde está mi familia, donde comparto todas las horas posibles con la mujer que amo y el niño que quiero se sienta orgulloso de mí, el sitio que se construye en la diaria convivencia y crece hasta formar un hogar; Casa también es mi sitio de trabajo, un lugar que se levanta sobre la mutua confianza y donde todos los días intento eliminar la relación de empleados y privilegiar la de colaboradores; Casa incluye cada una de las mesas o esquinas donde me he detenido con mis amigos para conversar sin que importe que caiga la noche o nos atrape el amanecer.
No son las paredes o las construcciones lo que hacen una Casa, es la oportunidad de imaginar al otro, el intercambio de estados anímicos, el interés mutuo, la voluntad de compartir, elementos con los que en cualquier parte se puede fundar un lugar digno para vivir, más allá de cualquier condición material.
Redacto que escribo lejos de Casa porque desde que bajé del autobús no he dejado de sentir cuánto pesa en la mirada de los desconocidos la desconfianza; esos pequeños gestos con que uno cambia la billetera del lugar habitual a otro en el que cree que el dinero estará más seguro; la respuesta inmediata a cualquier ruido que hace apretar la bolsa contra el cuerpo; la decisión de caminar sin mirar a los ojos del otro, cuidando que a donde vaya la mirada no se provoque un encuentro desagradable.
Al estar lejos de Casa, uno se despoja de la confianza como si fuera una prenda, se siguen los consejos con que te despiden los que amas: ten cuidado, mantente alerta, con precaución… o cualquiera de esas formas amables con que te inoculan el miedo, la sensación permanente que mantiene alerta todos los sentidos porque, lejos, cualquier cosa puede suceder, y nunca será algo bueno.
A pesar de la desconfianza compartida, quizá por eso mismo, es evidente quiénes pertenecen a esta ciudad y quiénes somos ajenos, a los extranjeros nos delata el exceso de cuidado, el gesto de más con que nos alejamos de los otros; a quienes son de aquí los distingue que sus precauciones son ya un hábito, es parte de su rutina; a los extranjeros se nos reconoce porque exageramos toda medida, de nuevo, esos gestos que no logramos pasen inadvertidos porque los repetimos una y otra vez: la maleta cerca, la mirada huidiza, evitar todo contacto con los extraños…
Extranjeros
En la mesa de al lado, una muchacha, extranjera como yo, no puede evitar la sorpresa de verme escribir, que no es de aquí la delata el asombro con que me mira cómo tecleo y me animo a sacar en público el pequeño equipo portátil, seguro piensa que no estoy siendo suficientemente precavido porque no me he atado mi equipaje a la pierna; en una de esas, igual me confunde y cree que soy de esta ciudad, que aquí es mi Casa.
A pesar de lo que ella pueda pensar, a pesar de que yo nací en esta ciudad, ya no la puedo llamar mía, incluso cuando por debajo de las nuevas estructuras logro reconocer el paisaje que alguna vez transité, soy un extranjero porque he decidido construir mi Casa en otro lugar, y aunque no lo quiera, eso se nota en mi forma de desplazarme.
Es posible que recupere la pertenencia cuando me encuentre a las personas que forman parte de mi círculo social, a los amigos o familiares con quienes me voy a encontrar; por unas horas, lo sé, podrá parece que nunca me he ido, la conversación, las risas, me dotarán por unos momentos de la seguridad necesaria para sentir que soy de aquí. Esos son los cimientos de una Casa, no sentirse extraño. Los elementos con que conformamos la imagen del otro.
No ser ajeno, así lo creo, más que con un lugar tiene que ver con quienes nos rodeamos, la forma en que construimos una relación con los otros, con los lazos de confianza que tendemos hacia el otro para que deje de ser extraño, la convivencia pues, pero también tengo claro que es un trabajo que requiere de colaboración de las partes, no basta la decisión unipersonal de levantar un lugar habitable para formar algo, no sirve el esfuerzo si se realiza desde un solo lado; uno puede decir lo que quiera de uno mismo, pero son nuestros gestos los que nos delatan, nos caracterizan.
En días recientes, se han sucedido una serie de hechos violentos en la ciudad en la que vivo, magnificados (creo) por el páramo de novedades en que nos dejó el fin de las campañas electorales; no trato de disminuir un asalto o una muerte, pero sí considero que la atención con que los medios difunden se relaciona con la incapacidad de los comunicadores de encontrar noticias tras la comodidad de mes y medio en que la clase política se convirtió en fuente inacabable de declaraciones; no había necesidad de reportear, de investigar, bastaba extender la grabadora para encontrar la frase de un candidato. Ahora que esa llave se cerró, pareciera que no queda otro remedio que volver la mirada a los problemas que nos tocan más de cerca, la inseguridad es uno de ellos, el regodeo exagerado en ese tipo de notas, un exceso.
Si grave es nuestra incapacidad como comunicadores para hallar novedades suficientes como para generar noticias, transformar nuestro entorno en información pertinente, peor ha sido la respuesta de las autoridades, quienes presionadas por los medios a declarar sobre el asunto, han caído en el facilismo de culpar a los extranjeros. Otra vez, quienes vivimos en esta ciudad no tenemos la culpa, somos “gente buena” y la violencia proviene de otros lados, más allá de nuestras fronteras… ¿de veras?
¿Qué gana la autoridad tratándonos así?, ¿de qué le sirve culpar a otros?, ¿para qué perpetuar el cliché de los malos ajenos y los buenos propios? Lo triste también, es la conformidad con que aceptamos que el mal viene de afuera, la paz en que nos acomodamos cuando nos dicen que nosotros no estamos mal. ¿Para qué estigmatizar al extranjero?, ¿acaso no lo hemos sido todos alguna vez?
En unas horas volveré a Casa, lamentablemente me recibirá esa sensación de que soy de otra parte, podré ser señalado porque no pertenezco y, de acuerdo a las autoridades, llevaré el mal conmigo, por el simple hecho de no haber nacido en esta ciudad. Con esas características nos imaginan a quienes somos de fuera.
Coda
“Imaginar al otro no es sólo una herramienta estética. Es, desde mi punto de vista, también un imperativo moral mayor. Y finalmente, imaginar al otro -si me prometen no citar este pequeño secreto profesional-; imaginar al otro es también un profundo y muy sutil placer humano”. Discurso de Amos Oz al recibir el Premio Goethe en 2005
@aldan