El hombre común es algo tan difícil de entender como la paradoja de que el sentido común sea el menos común de los sentidos. Verdad tan evidente para el célebre filósofo griego Aristóteles que, en el orden del conocimiento, veía en el sentido común la condición indispensable para asociar lo que de otro modo está completamente disociado en el mundo exterior; en efecto, vemos, oímos, olemos, saboreamos y sentimos estímulos externos disociados que, sólo el sentido común inteligente es capaz de interpretar como una experiencia unificada y con identidad propia. No poder hacerlo así, sería la locura o un pensamiento disociado de la realidad. Por ello decimos que cuando una persona pierde el sentido común, actúa de manera insana o insensata contra la razón o la normalidad.
“La tesis es ésta: que la emancipación moderna en realidad ha sido una nueva persecución del Hombre Común. Si ha emancipado a alguien, de manera especial y por estrechos caminos, ha sido al Hombre Excepcional. Ha brindado una especie de libertad excéntrica a ciertos hobbies de los hombres de fortuna o, en ocasiones, a algunas de las locuras más humanas de la gente culta. Lo único que ha prohibido es el sentido común, como lo hubiera entendido la gente común”. (El Hombre Común y otros ensayos sobre la modernidad. G.K. Chesterton. Lohlé-Lumen, colección de escritos post mortem, 1936).
El mérito de esta provocación de Chesterton consiste en haber planteado, en blanco y negro, el dilema del mundo contemporáneo: ser hombre público o “excepcional” o bien ser un hombre común. Una distinción nada menor. Y la razón está en que nuestros países nacientes a la democracia, están tironeados por dos posiciones extremas: los que defienden el derecho de ser hombres o mujeres de excepción, que sobresalen por encima de la masa, de aquéllos que se aferran a la individualidad más intocada que nunca y en ello encuentran su más anhelado sentido de autonomía.
Esta tensión social que Chesterton captó en el punto de quiebra de la modernidad y que asociamos a nuestra era contemporánea, tiene como eje cardinal la aspiración humana por la emancipación desde o contra las culturas altamente gregarias y por tanto masificantes, por un lado; por otro lado, la separación a rajatabla de lo público y lo privado. El hombre común que quiere vivir hacia adentro de las puertas de su hogar, para construir su vida de pareja y de familia, y emanciparse de las turbas y los tumultos impersonales que anulan su principio aspiracional de ser sí mismo con los suyos, su sangre, su lealtad fundamental a la familia apellidada fulana de tal. En oposición a este ideal de ser un hombre común, está el hombre público; aquél para quien la emancipación verdadera consiste en romper la sacrosanta paz privada y vivir totalmente expuesto a la opinión pública, incluso si ésta implica el bullicio de masas embelesadas o escandalizadas de las excentricidades a que da lugar el estilo de vivir en el margen de la ruptura con lo cotidiano; todo menos la mansa costumbre de hacer lo rutinario.
“Hasta aquí mi tesis es ésta: que no es el Hombre Excepcional el perseguido, sino el Hombre Común. Pero esto me pone en conflicto directo con la reacción contemporánea, que parece afirmar, en efecto, que es mucho mejor que se persiga al Hombre Común; (…) actualmente se acostumbra decir que la mayoría de los modernos disparates se deben al Hombre Común. Y me gustaría señalar cuántos disparates asombrosos se deben, en realidad, al Hombre Excepcional. Es muy fácil argumentar que la “chusma” comete errores; pero es un hecho que nunca tuvo oportunidad siquiera de cometer errores hasta que sus superiores usaron su superioridad para empeorar en gran medida esos errores.” (Opus cit., Chesterton. Cap. El Hombre Común. P. 2).
Lo que traducido al día de hoy significa que, en aras del cambio social, se han impuesto por la fuerza de la comunicación masiva estereotipos o estándares de vida asociados al comportamiento efectivamente de gente excepcional que impone “trends” de la moda; desde lo beatnik, a lo hippie, a lo fresa, a los emos y darketos, a lo hipster; al hombre y la mujer que para estar al día deben usar masivamente los gadgets del momento.
En los años 70 causaba risa o sarcasmo ver a los paseantes de clases populares o minorías étnicas portando enormes radio-grabadoras de poderosas bocinas, tocando la música rock o pop de actualidad. Hoy, vemos a numerosos autistas con audífonos aislantes del ruido exterior, para ensimismarse en la onda de sonido de su precioso gadget de moda. Paradójicamente, se trata de la imposición de modelos que rompen con lo común, pero convierten en comunitario el uso masivo de dispositivos digitales, sin los cuales no es posible concebir la intensa vida de comunicación virtual en redes sociales, o bien el simple juego estrictamente egoísta que te aísla del entorno social que, en su turno, pretende imponerte solidaridades incomprensibles.
La pretensión del hombre y la mujer políticos es su reclamo al hombre común de participar en su respectivo movimiento público, con fines expresos de acceder al poder y, desde ahí, gobernar la vida cotidiana y el destino de millares de esos mismos conciudadanos. Sin duda es la esencia de la vida de la polis, y su paradoja consiste en tener que arrancar a los hombres y mujeres comunes de la zona de confort de su individualismo extremo, ahí donde construyen su autonomización de cada día, para participar en la toma de decisiones de la vida pública de una comunidad. Lo que en plata pura equivale a dejar en casa la armadura del egoísmo arisco y desconfiado hacia los demás, para establecer lazos de confianza en aras de la colaboración societal para construir el bien común, al que al final, todos aspiramos.
Ésta es la dialéctica real que pasa de la pretendida individuación personalista a la que tiende nuestro ego para construir celosamente su propia autonomía, para ser obligada a moverse pendularmente hacia la solidaridad comunitaria; y ello por dependencia necesaria de acceso a los factores indispensables del desarrollo, tanto individual como social. Ya San Agustín había intuido esta gran verdad, cuando afirmaba que la auténtica liberación y salvación humana no podía ser sino aquélla realizada “cum sociis” (con socios); de ahí su insistencia de construir “la Ciudad de Dios” en “la ciudad de los Hombres”.
De manera que, metidos en el fragor de las campañas políticas, a cada quien nos toca decidir qué tanta ciudad es deseable en la construcción factible de mi autonomización personal. Lo cierto es que ni en el exclusivismo a ultranza del “hombre común” –condicionado más a las clases medias y a los parámetros de la pobreza- ni en las estridencias o hobbies de los hombres de fortuna, está el sano desarrollo, sino en el movimiento pendular de un estilo que le da mommentum al otro.