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jueves, diciembre 18, 2025

Instrucciones-ejemplos de moralidad pública / César Morales Oyarvide en LJA

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Hablar de moralidad es un asunto espinoso, especialmente desde la izquierda. Se corre el riesgo de caer en un puritanismo intransigente o en un moralismo conservador y cursi.  Sin embargo, hacerlo es inevitable, pues discutir de política o economía nos lleva, tarde o temprano,  a nuestros valores y prejuicios, a lo que consideramos justo, deseable o sostenible, que son opciones morales.

Afortunadamente, como señala Mario Arriagada, se puede hablar de otra manera, también desde la izquierda: imaginando alternativas posibles y concretas de moralidad (que consideren sus raíces materiales y culturales) y confrontándolas con las políticas, comportamientos y valores que justifican el statu quo.

Con eso en mente, mi intención es doble: mostrar, mediante ejemplos, algunos rasgos de la moralidad dominante y, al mismo tiempo, sugerir que transformarla es requisito para poder vivir juntos.

1. Pocas cosas muestran tan claramente el valor que da una sociedad a la reciprocidad, la confianza o la equidad, como los impuestos. Algo parecido puede decirse del gasto público. Son herramientas claves para redistribuir la riqueza.

Por eso, casos como el de Gerard Depardieu son tan elocuentes. Como respuesta a la nueva legislación francesa, que gravaría con 75 por ciento a las fortunas personales mayores al millón de euros anual, este actor se nacionalizó ruso. Básicamente, el berrinche del ex francés mostró lo sencilla que puede resultar la elección entre el dinero y nuestros compatriotas.

Hay Depardieus en México, y hay quien los defienda. La diferencia está en que no tienen que marcharse del país. Aquí, la cuestión está en los impuestos que no se cobran, en especial a las grandes fortunas. De acuerdo con la Auditoría Superior de la Federación, de 2000 a 2005, las 50 empresas más grandes de México acabaron pagando anualmente 74 pesos de ISR y 67 de IVA: 141 pesos.

Dada semejante inequidad, resulta escandaloso que los gobiernos sigan usando a los pobres para justificar nuevos impuestos generales o la doble vara de medir para el gasto: por un lado, bienes y servicios públicos son “incentivos a la informalidad”; por el otro, subsidios tan regresivos como los dados a la gasolina y  las universidades privadas son nobles y convenientes.

Quizá lo más revelador sea que existen líderes de opinión que consideran que nuestro actual régimen fiscal (un auténtico “Hood Robin”) es el mejor. Es el caso del sedicente “periodista más globalizado de México”, que  afirma desde Milenio que “no es justo que los más ricos paguen más”. La insolidaridad fiscal se hizo virtud.

2. Otra muestra de la moralidad dominante está en nuestra reacción ante la violencia. Pienso en eso que Salvador Camarena llama “provincialismo chilango”: la indiferencia, desde la burbuja de seguridad capitalina (por otro lado, bastante cuestionable), hacia la violencia que azota a norteños, michoacanos, ¡incluso a mexiquenses!, como si ésta ocurriese en otro planeta. Dudo que sea algo privativo de la capital; simplemente es la réplica de la falta de empatía que antes caracterizaba a la provincia en referencia a lo ocurrido en el Distrito Federal: su reflejo invertido y aumentado, que no lo vuelve menos deplorable.

3. A fines del año pasado, un mensaje circuló profusamente en las redes sociales. Lo firmaba un sujeto que, luego de celebrar las miles de muertes de la guerra contra el narco, palomeaba al sexenio recién concluido y daba las gracias a Calderón, porque en esos seis años a “a mí y a mi familia nos fue bien”. Él firmante remataba: la mediocridad, la pereza y su carácter revoltoso explicaban por qué las multitudes no habían prosperado. Lo que hace sintomático (y en ese sentido, de interés) a este juicio delirante es que haya tantos estudios serios, accesibles y públicos que concluyen lo contrario: el informe del Coneval, por nombrar sólo a uno, que muestra que, de 2006 a 2010, 12.2 millones de mexicanos se convirtieron en pobres.

Insolidaridad, indiferencia, indolencia: en honor a la verdad, nada nuevo. La revista Nexos publicó en febrero de 2011 un ambicioso estudio demoscópico, que pretendía “medir las aspiraciones de los mexicanos”. Su resultado, el retrato del “mexicano ahorita”, concuerda con estos ejemplos: un profundo individualista, que no espera nada de la comunidad ni del Estado, sino del propio esfuerzo. Desconfianza y resentimiento llevan a este “liberal salvaje” a no tener horizonte ético que no sea el bienestar personal y el de su familia. Ahí termina nuestra patria, pues no hay sueño común o visión solidaria que nos vincule.

Es el espíritu del tiempo, no por entero casual.  Algo tiene que ver el declive de los grandes relatos (como el nacionalismo o el materialismo histórico) y algo, también, la gran victoria cultural de la derecha en los 80.

Como sucedáneo de proyecto colectivo nos quedó una búsqueda del propio interés miope, mezquina, y desconfiada. Como virtud, una irresponsabilidad hacia el prójimo y los asuntos públicos comodona y cínica (del “yo cumplo con hacer mi chamba” clasemediero al “¿Y yo por qué?” presidencial). Y como lenguaje, una media lengua, una gramática neoliberal disfrazada de realismo que no nos permite siquiera plantearnos nuestros dilemas.

Esa indigencia moral, que no es vacío, es lo que hay que transformar, especialmente desde la izquierda (si quiere ser tomada en serio) y desde temas concretos. Dos de mis tres ejemplos de moralidad pública  remiten directamente a la enorme desigualdad que existe en México. Vale la pena empezar por ahí, preguntándonos, de entrada, si una sociedad así es sostenible. Y no sólo en términos contables.

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