Los terciarios son personas que en un sentido estricto y rigorista no hacen nada, y ganan dinero por ello. Claro, esto no significa que se la pasen todo el santo día espulgándose los piojos como macacos, planeando a contracorriente como parvada de gaviotas con ánimo papalotero, echados como focas sobre la piedra filosofal de la displicencia, aplaudiendo cada que una brisa les perturba los bigotes, o congelados como perezosos incomprendidos, víctimas más bien de una mala memoria que de una flojera crónica –¿qué iba a hacer hoy?, ¡mañana me acuerdo!–. No, no se trata de holgazanes profesionales, aunque así parezcan a los ojos industriosos. A diferencia de los mexicanos primarios que toman cosas de la naturaleza y las consumen y de los mexicanos secundarios que transforman cualquier materia prima en algo más, los mexicanos terciarios no hacen nada: compran, venden, transportan, asesoran, entretienen, sirven, administran, auscultan, guardan, cambian, comunican, informan, pero nada más.
Se trata del sector mayoritario de la economía mexicana, más o menos dos tercios de los mexicanos, económicamente activos, desempeñan alguna de las muchas y variopintas labores que comprende el sector terciario o de servicios. La mayoría de los mexicanos, pues, no hace nada.
Se supone que las economías basadas en el sector de servicios son economías desarrolladas. Según cierta teoría, las sociedades van de ser básicamente agrícolas, pasan a ser industriales, hasta ser de servicios. No hay eliminación absoluta de ninguno de los tres sectores sino dominancia de alguno. Una sociedad pasa de la Edad Media a la Revolución industrial, para luego llegar a la edad contemporánea –financiera, principalmente, pero también fuertemente basada en la información–, y a la vez es todas las etapas de manera simultánea, sólo que en diferente grado. Como valerme de cualquier otro catálogo de etiquetas me parece una afectación, utilizo pues el de uso: hay países tercermundistas, en vías de desarrollo y desarrollados. En el mundo coexisten pues medievales, manufactureros y financieros –o de cuello blanco, si prefiere–, y en cada sociedad también. Del contrapeso y coordinación de estas fuerzas económicas dependemos todos. Cualquier desacuerdo o franca ruptura entre estos actores implica desequilibrios sociales y hasta peligros dignos de considerarse a detalle. Basten un par de ejemplos, en las primeras décadas del siglo XX, cuando la principal sociedad financiera, Inglaterra, y la principal sociedad manufacturera, Alemania, no lograron entenderse, hubo guerras. Hoy la balanza no es diferente, el mundo depende del entendimiento entre la principal sociedad financiera, Estados Unidos, y la principal sociedad manufacturera, China. En los casos citados las etiquetas funcionan de maravilla, es claro quién es quién y qué le toca hacer a cada quien. Pero si observamos un país como México, las fronteras de las definiciones se diluyen hasta volverse inasibles. La economía mexicana está basada primordialmente en la oferta de servicios, pero México no es un país desarrollado, tampoco es un país fuertemente industrializado y los campos sembrados hace mucho que dejaron de dominar el paisaje rural. Alguien se equivocó, la teoría o la realidad. En este caso creo que se trata de la segunda opción. La realidad en México es una socarrona.
¿Los mexicanos terciarios prestan un servicio?, sí y no. En algún momento de nuestra vida hemos requerido o requeriremos los servicios, por ejemplo, de un abogado, un mecánico, un doctor, un contador, un maestro, un mesero y hasta de un franelero –por cierto, no se recomienda solicitar estos servicios de manera simultanea, en el lecho de muerte, por ejemplo, pues reunir en un mismo lugar a todos estos mequetrefes podría terminar en una confabulación perversa en nuestra contra–; también en casi cada uno de estos casos nos han dejado con la sensación de insatisfacción: pagamos por una asesoría de 10 minutos, a lo mucho, por una auscultación que certifica que estamos bien de salud, por una reparación con límite de tiempo y sin garantía, por no acercarnos a las autoridades fiscales, por una enseñanza que pudimos obtener en una biblioteca pública, por que nos “cuiden” el auto, que en la práctica se trata de una especie de seguro mafioso contra una ponchadura o un rayón que puede perpetrar el mismo que nos asegura.
Si entre su planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos. Como es muy probable que le toque un mexicano terciario, porque son mayoría, no importa si es profesionista, comerciante, comunicador, banquero o un adolescente baquetón, lo siguiente es con lo que habrá de lidiar. Se recomienda abrocharse el cinturón y amarrarse bien la lengua y la cólera.
Primer paso: La llamada. Para solicitar cualquier servicio de su mexicano –un favor, un mandado, un servicio–, lo primero es contactarlo por teléfono. Una vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis, las que hagan falta, cuando por fin le contesten, tenga la paciencia de esperar un minuto, dos, tres, cinco, 15, 20, no se desespere, cuando logre comunicarse, haga una cita. La respuesta que siempre recibirá será “mañana”, bien.
Segundo paso: La cita. Llegó “mañana” y usted acude puntual al lugar y momento pactados –es decir, cinco o 10 minutos antes está ante la puerta del cuarto de su recién adoptado–. Se sienta, faltan cinco minutos todavía, observa su alrededor, ya es la hora, espera, analiza los cambios de tonalidad en los colores que lo rodean, espera, saca su celular, espera, observa el techo, se pierde en él, espera, descubre rostros y siluetas de animales en la textura rugosa de las paredes, espera, se pregunta si el helecho es natural o artificial, espera, ya no puede más.
Tercer paso: La queja. Se encuentra francamente molesto, no ha sido atendido como debería, de hecho, no ha recibido servicio alguno. Está furioso. Quiere quejarse, de viva voz y por escrito. Le informan que hay que hacer una llamada, para solicitar una cita, para presentar una queja.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es servicial? Sí. ¿El mexicano es servil? No. ¿El mexicano es servidor? Depende.