Changuitos envueltos en sus trajes
Hay algo acerca de ti mismo que no sabes. Algo que negarás aunque exista, hasta que sea demasiado tarde para hacer algo. Es la única razón por la que te levantas en las mañanas. La única razón por la que soportas a tu jefe de mierda, la sangre, el sudor y las lágrimas. Es porque quieres que la gente sepa cuán bueno, atractivo, generoso, divertido, salvaje y astuto eres realmente. Témeme o reverénciame, pero por favor, piensa que soy especial. Compartimos una adicción, somos yonquis de la aprobación. Damos todo por la palmadita en la espalda y el reloj de oro. Por un maldito hip hip hurra. Mira al chico listo con la placa, puliendo su trofeo. Sigue brillando loco diamante, sólo somos changuitos envueltos en sus trajes, rogando por la aprobación de otros.
El párrafo anterior es un parlamento de la película Revolver del director de Snatch, RocknRolla y las dos entregas recientes de Sherlock Holmes; es el nombre que me viene a la mente cuando me preguntan quién es el mejor Tarantino, siempre digo lo mismo, sin dudar: Guy Ritchie, primero porque lo creo, pero también como una forma de provocar el intercambio, sobre todo entre quienes halagan desmedidamente a Tarantino y en su recuento sólo consideran sus films más recientes, pero no han visto Reservoir dogs y Pulp fiction, pero sobre todo olvidan la mediocre Jackie Brown, barranco que no tiene en su trayectoria Ritchie.
Las primeras líneas de este texto también me vienen a la mente cada vez que intento comprender la euforia con que se comparten opiniones en Facebook y Twitter, o cuando, inevitablemente, me atosigan los candidatos con sus campañas electorales.
Por un maldito hip hip hurra
Soy un viejo, lo confieso, sigo utilizando el correo electrónico para comunicarme, pero sobre todo para remitir documentos, ya me habitué a ese sistema, atrás quedaron los momentos de aprehensión al no saber si un día desaparecería lo que ahí está, o si no se podría perder en algún sendero torcido del ciberespacio… sensación que sí me abarca cuando alguien, quien sea, me comenta que me mandó algo, lo que sea, a través de Facebook, o que me informó de cualquier cosa a través de Twitter. En esos casos me rindo al efecto del miedo a lo desconocido.
Una vez que pasa el temblor, me gana el mal humor. Las facilidades de comunicación que ahora brindan esas redes sociales me obligan a estar al pendiente de ellas, así: imposición.
Paréntesis. Hace unas semanas llegaron de nueva cuenta unos pájaros a hacer su nido en el jardín, es la segunda ocasión que lo hacen. El espectáculo siempre me arroba, la minuciosa construcción del nido, el acomodo paciente del lodo y las ramas, después los vuelos por la tarde, el planeo inverosímil de las aves que las hace llegar sin tropiezo a la pared donde construyeron su guarida, el secreto del empollamiento, la sorpresa del nacimiento de las crías, la petición urgente de ser alimentados y ese canto desesperado al que responde la pareja de pájaros. Un espectáculo en el sentido más amplio de la palabra, un milagro del que no he comentado nada con mis contactos en las redes sociales, escenas que sí cuento en una conversación de café, quizá con demasiada emoción, relato que inmediatamente recibe un: ¿tienes fotos?, ¿por qué no lo has publicado?, eso no lo he leído en tu timeline…
La foto de ese nido, si la hubiera, sería una imagen sin gracia de un montón de barro y pasto encima de una pared, iluminada por la espiral de un foco ahorrador, así de sosa; por eso no la he compartido vía redes sociales. Esos momentos ante los pájaros, son similares al sentimiento que me embarga cuando, tratando de dormir a mi hijo, alcanzo a percibir el anuncio del amanecer en el cambio de tonalidad del cielo, mientras siento el zureo infantil en mi hombro… Es decir, intransmisibles en la brevedad, momentos que exigen el detalle de la narración, la conexión de una idea a una sensación, traducir el instante a un sentimiento, armar una historia que sea posible, para ser entendida, conectar con otros momentos, capaz de generar otra idea. Siempre insistiré, una imagen no dice más que mil palabras.
Pero ya no contesto eso, no confieso las razones por las que evito tomar una cámara o el teléfono para fotografiar “eso” y compartirlo, prefiero decir que me niego a usar un smart phone y esclavizarme a la obligación de siempre estar ahí.
Además, esos momentos que he sido incapaz de transmitir al declararlos enemigos de la síntesis, merecen (eso creo) una respuesta similar a la emoción con que se cuentan, son una narración que busca el contagio, una que se empobrece si la reacción del otro es un simple RT o Me gusta.
Y sin embargo, de eso están llenas las redes sociales, de palmaditas de aprobación. A eso hemos reducido nuestra conversación, un intercambio que no espera más que la reacción simplísima de apretar una tecla y reducir todo lo que se podría decir al dibujo de una mano que levanta el pulgar. A eso nos plegamos, con eso basta, nos conforma la reacción más pueril y la repetición del hecho, nos va transformando rápidamente en buscadores de la aprobación. El riesgo es, y considero que ya nos ocurre, es que ha dejado de tener importancia el dato, la recreación, los detalles, nos afanamos en la síntesis para obtener la inmediata aprobación del otro, sin importar qué es lo que piensa, sin la posibilidad (todavía) de que el símbolo que nos regalan a cambio de una historia sea otro que un simple clic.
Sigue brillando loco diamante
Lo mismo ocurre en las campañas. Cada temporada electoral los ciudadanos son bombardeados por la imagen sonriente de los candidatos, a ráfagas de rostros embellecidos se nos expone a promesas facilonas. No hay ideas.
Sé que el voto, esa sorprendente síntesis, es hasta ahora la mejor forma de elegir una autoridad. Reconozco las virtudes de lo que sintetiza el hecho de cruzar una opción y reducir nuestra coincidencia con equis o ye partido o candidato; sin embargo, ese resumen de lo que pensamos debe estar cargado de una reflexión previa, para la cual se inventaron los debates, la presencia en medios de comunicación, los mítines… toda la parafernalia con la que cuenta un candidato para transmitirnos su idea de lo que el servicio público debe ser.
Inmersos en la velocidad de las cosas y con el apoderamiento que ha logrado la mercadotecnia sobre la política, cada vez es menos frecuente que alguien le apueste a la conversación, buscan el impacto visual, el golpe mediático que, sí, se pueda traducir en un sí en la boleta.
Coda
Témeme o reverénciame, a eso se reduce todo, pero no me dejes de aprobar.