El presidente Obama de los EEUU ha reconocido que la crisis económica actual es la más profunda y persistente que ha sufrido el mundo moderno. Es la crisis más profunda porque es una crisis financiera y nunca antes en la historia de la humanidad, habíamos sido tan dependientes del dinero.
El dinero mueve al mundo absolutamente desde hace 350 años. El Papa Francisco a mediados de mayo pasado, ante embajadores de varios países, se refirió a la crisis económica que atraviesa el mundo, en particular Europa, pidiendo una reforma financiera ética en favor de los más pobres. El Obispo de Roma fustigó el “culto del dinero que transforma a los seres humanos en bienes de consumo que pueden ser utilizados y desechados” y afirmó que el dinero “debe servir, no gobernar”.
Hacía mucho que un pontífice no se refería tan enfáticamente al comportamiento humano relacionado con la dependencia de la mayoría de sus actos del dinero, ese factor económico que ha dejado de ser un medio para convertirse en un fin. El recurso monetario, pasó a ser controlado por unos cuantos, a partir de una innoble y unilateral decisión de los orfebres de oro convertidos en banqueros prestamistas a mediados del siglo XVII. Ese solo acto convirtió en tributarios de la banca a los gobiernos, y en parias a todos aquéllos que no se plegaran a sus condiciones para acceder al dinero, un recurso que por su naturaleza, debía haber permanecido como bien público.
La crisis global no tiene solución desde la masiva –e indecente- insolvencia del sector financiero de 2008. Comenzando por la deuda que la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED), impuso al gobierno de aquel país induciéndolo a que con billetes verdes se adueñara del control de los energéticos del mundo, todos los gobiernos de los países occidentales siguieron la misma lógica. El mecanismo de allegarse de ejércitos, recursos naturales y voluntades mediante la emisión de papeles por parte de los banqueros resultó tan atractivo y sencillo que, sólo “con el poder de su firma”, durante decenios, varios gobiernos, empresas y personas en general, pensaron que podían hacerse de bienes tangibles.
La FED es un organismo privado, propiedad de los bancos, no de los ciudadanos ni del gobierno. Llegado el momento de pagar los platos rotos, los bancos se quedan con los bienes. Como ahora no hay bienes que alcancen, el problema resulta mayúsculo.
La crisis global, aquélla que a diario nos recuerdan los gobernantes –que se han hecho corresponsables con los bancos- no tiene solución si se quiere dar a la banca lo que, en sentido estricto y de origen, no es suyo. La crisis, no es una crisis económica, es una crisis por falta de dinero (crematística). Decía Aristóteles en su Política que la crematística es una actividad que tiende al sin límites, en donde el fin mismo se orienta a un absoluto; mientras que la economía sería una actividad limitada a objetivos específicos planeados y concretos, es decir que es un medio, y no un fin de enriquecimiento en sí mismo.
El dinero que en algún momento entró a circular por el mundo, se generó en un banco de la nada para prestar a alguien. A partir de allí, el deudor hubo de pagar intereses, los cuales sólo pudo haber pagado obteniéndolos del dinero que a su vez la banca había prestado a otros. Y en cada préstamo, quien lo recibió, en su momento dejó bienes en garantía. La cantidad de dinero se ha incrementado por vía de nuevas deudas y, sobre todo, por los intereses. Por ese simple mecanismo inventado por los banqueros, todo el dinero ha regresado a su poder, pero por el escalamiento de los intereses, no se han saldado las deudas. Por eso, lo que pesa al mundo en esta crisis es que hay más deudas que dinero en manos de la gente. Simplemente, el gobierno de los EEUU tiene una deuda de 16 billones (millones de millones) de dólares. Puestos en billetes de dólar en una cancha de futbol, se construiría una pila de 2.3 kilómetros de altura.
Pero muchas más personas, empresas y gobiernos en todo el mundo deben dólares, dinero por el que, a fin de cuentas, la FED es responsable de haber prestado. Las deudas totales en dólares ya no pueden contabilizarse, pero se estima que ascienden a entre 250 y 320 billones de dólares de los EEUU. Como es ese país el que a su vez debería responder con bienes por lo que ha obtenido por medio de su moneda, apenas lo podría hacer vendiendo cada metro cuadrado de su territorio -lagos, bosques, desiertos y montañas incluidos- a 33 dólares. El absurdo problema, con algunas diferencias en montos, lo enfrentan todos los países del mundo: Europa con euros, Japón con yenes, etc.
El mundo occidental difiere mediante distractores y paliativos una solución a la crisis. Se castigan los sueldos y salarios de miles de millones de trabajadores, pero sus empleadores no podrán generar ya lo suficiente para pagar sus deudas a los bancos. Los gobiernos recortan gastos, pero ni así les alcanza a cubrir los gastos financieros a los que la banca los ha llevado con deuda sobre deuda.
El Papa ha dicho que la crisis actual hace que el miedo y la desesperación se apoderen de los corazones de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos, donde “la alegría de vivir va disminuyendo, la violencia aumenta y la pobreza se vuelve cada vez más impactante”. Es una crisis cuyos elementos constitutivos y, consecuentemente, sus mecanismos de solución, ya no tienen que ver con mecanismos de la economía. Resulta ocioso pensar en mecanismos de política económica y de mercado si antes no se resuelve de raíz el problema de desequilibrio entre la cantidad de dinero y lo que supuestamente representa frente al valor real de las cosas tangibles.
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