La mujer está preocupada por su hija. Asiste a consulta médica y confiesa la causa; la niña está en segundo año de primaria y no sabe leer. Todos sus compañeros, más o menos adelantados, son capaces de identificar palabras, titubean un poco, pero pueden leer en voz alta textos sencillos. Pero ella no, seguramente algo le ha ocurrido. Sorteó el primer año; sin embargo, ahora parece incapaz de hacer lo que sus compañeros hacen. No se necesita mucho para descubrir el problema, la niña tiene retraso mental. No ha aprendido a leer, y difícilmente lo hará. Antes de terminar la consulta, el doctor pregunta a la mujer, que no ha terminado la educación básica, si en la escuela nunca le dijeron nada. Sí, claro, a ella le extrañaba que su hija no supiera algunas cuestiones básicas; en la escuela le dijeron que la decisión de pasar o no de año no dependía de ellos sino de los papás. “¿Le parece bien esto?”, “Ay, pues la verdad no, doctor, yo cómo voy a saber, para eso la llevo a la escuela, porque ellos son los que saben”.
La secundaria no le agrada. Tampoco la detesta. Vamos, le aburre. Está en primer año y todas las expectativas se han disipado. La promesa de nuevos conocimientos, la exigencia esperada, la ilusión de mayores retos, la emoción de que habría maestros especializados se han esfumado. La verdadera secundaria se revela. Los maestros, casi todos, practican métodos probados para enseñar, infalibles estrategias, apasionantes tácticas: sentados, desde su escritorio, dictan sin parar lo que dice el libro. El resto del profesorado es menos interactivo, cree en la autogestión del conocimiento, promueve que el alumno aprenda a aprender: no dicta, ordena que los chicos, por sí mismos copien el libro en su libreta. Ella, la estudiante, no está contenta, pero tampoco sufre, sabe que saldrá de la secundaria sin problemas, ya en la junta les han comentado la buena nueva: con el fin de apoyar al estudiantado, colaborar con el progreso del país, mejorar la eficiencia terminal y ganar el apapacho de la OCDE, nadie reprobará.
La preparatoria es distinta. La consigna de “todos pasan” aún no llega —aunque no tarda, recuerden, nos urgen egresados, tarados, pero egresados—. Con todo, él ya lo ha resuelto, habrá que estudiar para algunas materias, las otras se resuelven con botellas. Estudiar es tan importante como regalar, miles de neuronas se requieren para aprender, otro tanto para identificar al maestro alegre que distribuye dieces a cambio de bourbon.
El estado de la cuestión, más arriba, es más fácil de describir: los estudiantes no saben leer, los investigadores citan “el rincón del vago”, quienes tienen doctorado no saben escribir.
El orgullo invade a los gobernantes, en cada estado se repiten los discursos. Son ustedes los formadores de los nuevos ciudadanos, los guardianes del conocimiento, los comprometidos tesoreros de la sabiduría, los cimientos sobre los que se edifican los futuros pilares de nuestra nación y un etcétera cada vez más meloso y abstracto. Se destaca su incansable labor, la nobleza de su responsabilidad, su gran corazón. También hay que rescatar los logros, ahora los maestros van a la Universidad Pedagógica, cada vez acumulan más reconocimientos, cada vez tienen carpetas más gordas con diplomas y constancias. Y ellos responden, sus discursos abordan los logros sindicales, exacerban sus derechos, manifiestan su oposición.
Para no condenarme a la sola queja, para no ser injusto: un maestro enorme, seguidor contemporáneo de Alfonso el Sabio, peleado con la metodología, que se resiste a la modernización por la modernización, rebelde y enamorado de la enseñanza, al salir de clase, va con un pequeño grupo de alumnos al café a continuar la lección. Sin títulos, sin más pago que compartir la mesa y una bebida caliente, sin programa académico. Lo hacen sólo porque todavía hay algunos que desean aprender y quedan unos pocos que gozan al enseñar.