Los mexicanos primarios son los más antiguos, la rusticidad es su principal característica. Por las faenas diarias, sus manos están llenas de callos de experiencia invaluable, su tez está poblada de arrugas profundas y afiladas de años de vida recia ante el sol y el viento, sus ojos están anegados de sabiduría indómita, de sus bocas salen pocas palabras, sólo las necesarias, acaso menos. Hace años, cientos, miles, eran mayoría, hoy no. Como los mezquites, estos mexicanos son de madera dura y cuando arden, mueren lentamente; tienen una apariencia angosta y espinosa, no dan buena sombra; son duros y tienen niveles altos de tolerancia contra la aridez, literal y figurada.
Tanto la desilusión como la esperanza pasan casi intactas de generación en generación, la gran reforma de la gran revolución llegará el día menos esperado, seguro. Cambia de nombre cada tanto, “proagua”, “protierra”, “prorrecursos”, “prohombre”, “promujer”, según los vaivenes de los gurús del marketing presupuestal, pues, pero seguro llegará, algún día. Arar, arrear, cortar, pescar, cazar son las actividades económicas que realiza este mexicano para comer y contribuir con cuatro por ciento del producto interno bruto del país. Muchos creen que están en vías de extinción y que hay que protegerlos mediante subvenciones gubernamentales, cápsulas que congelen el tiempo y escudos superpoderosos que anulen todo bombardeo de técnica reciente, del exterior, dicen.
El mexicano primario es el depósito favorito de varios mitos de la épica nacional. La mayoría de los mexicanos viven en comunidades urbanas, y quizá justo por ello la mayoría cree que después de la última línea de casas todo es maíz y vacas. A los mexicanos les gusta pensar que más allá de la vida gris de las ciudades, beneficiosa y perjudicial en idénticas dosis, existe allá afuera la posibilidad de una vida más auténtica, un back to the basics, en contacto con la tierra, los árboles, los animales. Los publicistas desde hace mucho saben esto y lo han explotado inteligentemente. Muchas de las marcas de productos comestibles muestran en sus empaques escenas bucólicas de granjas ingenuas con soles sonrientes y vacas, puercos y pollos con expresión bonachona. Los mexicanos primarios, aunque son minoría, son los guardianes de ese sueño, el resto así lo decidió. Levantarse con el canto del gallo, respirar aire limpio, comer lo que se siembra y se cría, o se caza o pesca, vivir el día, vivir al día, sin facturas ni tarjetas de crédito, es un modo de vida que está a la espera de todos en algún lugar. Por supuesto, nadie imagina fincas de adobe en medio de un paisaje semidesértico o un mar revuelto por el huracán o una selva que amenaza con devorarnos. No, todos fantasean con granjas construidas con gruesos leños en medio de verdes praderas, pescados recién capturados y asados en una fogata a la orilla del mar, selvas generosas en plátanos y papayas, cabañas de montaña rodeadas de bosques de aire puro y animalillos simpáticos. La publicidad, pues, ha hecho mella en el inconsciente colectivo mexicano, en el fondo, al final, en su jubilación, en algún momento, todos quieren ser un amish o un Robinson Crusoe.
Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos. Antes que nada, tenga en cuenta lo siguiente: la adopción de su mexicano agreste y de carácter ensimismado será la ocasión ideal para echar a andar una que otra robinsonada en casa.
Primer paso: de entrada, siéntase libre en llamar a su mexicano “Viernes”, o “Friday” incluso. Rebautizarlo seguro lo hará sentir bienvenido, y a usted, cómodo, pues no sabe si el nombre que trae su mexicano de nacimiento es siquiera cristiano o pronunciable. Verá que se siente bien al ponerle un nuevo nombre, eso borra el pasado de un plumazo, se sentirá poderoso como el poeta originario que nombra por primera vez el mundo.
Segundo paso: en su primer día en casa, no le dé un tour por los cuartos, más bien haga un recorrido por los diversos aparatos electrónicos. “Mira, esto es una televisión, aquí se prende”, “mira, esto es un refrigerador, bufa, pero no hace nada”, “mira, esto es una licuadora, no te asustes, es normal”, etcétera. No dude en hacer comparaciones hirientes entre la ciudad y el campo o la costa, enfatizando las ventajas de la urbe y los inconvenientes de todo lo que no sea mancha de concreto.
Tercer paso: suba el volumen de su voz, pues desconoce las razones del silencio sepulcral de su mexicano primario: ¿sordomudez?, ¿introversión?, ¿desconocimiento del idioma?, ¿simple y llana estupidez? No lo sabe. Haga gesticulaciones exageradas y no dude en soltarle un sape a su mexicano de vez en cuando para asegurarse de que cuenta con su atención.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es labriego? Sí. ¿El mexicano es sencillo? No. ¿El mexicano es natural? Depende.