Los evangelistas de la corrección política, con sus vocecillas moduladas para no molestar al vecino y sus ademanes afectados, y las feministas vociferantes, con sus vozarrones y gestos belicosos, dirán que se trata de otro ejemplo más de discriminación con base en rasgos de género o sexo; dirán que es otro estereotipo más de diferencias sexuales exageradas y caricaturizadas impuesto desde el patriarcado histórico y dominante; dirán que es otro intento por fijar en el imaginario colectivo una idea de roles de género que supone la superioridad y la subordinación de uno y otro sexo, respectivamente; dirán que es otro de los peldaños del escalafón sexual basado en diferencias biológicas; que es otra muestra más de los prejuicios implícitos en las costumbres de una sociedad que se rehúsa a transformarse; que es un claro ejemplo de distribución desigual del poder entre los sexos; que ahí, justo ahí, se puede observar la injusta división sexual del trabajo, donde unos reciben aplausos, reconocimientos y una remuneración económica acorde a sus habilidades y esfuerzos, y otras pasan desapercibidas, son sustituidas y vueltas a emplear con un contrato, nuevamente, ambiguo, incierto y de baja remuneración económica; que es otra muestra de las estructuras de dominación instauradas por los varones para definir los roles de la mujer y hacerlos aparecer como universalmente válidos. Y probablemente tengan razón. Pero, ¿a quién le importa? Tienen razón, en México la comida es sexista, por fortuna.
Los hombres hacen tacos, las mujeres hacen gorditas. Así es, así será siempre. ¿Es sexista?, sí, ¿está en el código genético?, quizá, ¿es una ley no conocida del universo?, probablemente. Pero, nuevamente, ¿a quién le importa? Lo que importa es el resultado: los taqueros son muy buenos en lo que hacen, las señoras de las gorditas son muy buenas en lo que hacen. Cualquier inversión de este orden natural de las cosas resultará, inevitablemente, en una aberración inmunda. Si alguna vez, estimado lector y próximo adoptante, se topa con el infortunio de pisar una taquería donde el orfebre del trompo de carne y los remates de cebolla, cilantro y piña, sea del sexo femenino, prepárese para decepcionarse, pues los tacos que le servirán estarán desbalanceados, desproporcionados y desarreglados en más de una forma: para empezar, la taquera –uf, es que hasta se oye mal, de verdad– confundirá su orden, le servirán los tacos de otra persona, si había pedido una orden de pastor, le llevarán media de bistec y media de suadero, si había pedido una gringa, le servirán una lechera, etcétera; después, encontrará que los tacos o tienen demasiada carne o poca, demasiado “jardín” o poco o ninguno, que están más grasosos de lo normal y que, a pesar de que aún no les pone salsa y limón en las proporciones de su gusto, ya estarán remojados, con lo que, no obstante la doble tortilla, terminarán por deshacerse y complicar su engullimiento, pues habrá más salsa en sus dedos e ingredientes en el plato que en su boca. Si alguna vez, oh, desafortunado lector, va a algún puesto o establecimiento de gorditas donde unas manazas masculinas, callosas y velludas sean las que torteen modosamente la masa que después acogerá el relleno de su preferencia –confieso que nunca me he topado con semejante extravagancia–, allá usted si desea continuar y probarlas, yo no lo haría, pues el escenario de posibles anomalías en las variables rebasa mis marcos de interpretación, es decir, me resulta incalculable. ¿Un hombre haciendo gorditas?, no, también se oye mal, son palabras que no deberían ir juntas, jamás. Esta clara división sexista y funcional se extiende prácticamente a toda la oferta de comida en México, callejera, de pequeños negocios y de restaurantes: tacos, tortas, tamales, pozoles, menudos, hot dogs, hamburguesas, mariscos, arracheras, sopas, guisados, moles, enchiladas, pizzas, etcétera. Y en casa la cosa va más o menos por los mismos derroteros, los hombres se ocupan de asar las carnes, cebollitas, chorizos, salchichas y papas, las mujeres de cocinar los moles, los arroces y los guisados, a menos que se quiera arriesgar a comer una carne o arrachera cruda o carbonizada, un arroz como engrudo, un guisado desabrido o un mole de dos ingredientes. Como no es el caso, entonces hay que hacerse a un lado y dejar que el sexismo culinario tradicional siga operando como hasta ahora, pues funciona muy bien.
Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos, la idea es reforzar, desde la educación en casa, el comportamiento sexista que ya trae su mexicano desde nacimiento (la realidad cromosómica no se equivoca). Consideramos que el lenguaje es buen punto de partida, pues los cambios ahí después se proyectarán a la realidad.
Primer paso: elimine el uso del artículo femenino y sustitúyalo por el masculino. Es menester comenzar por palabras de peso en la historia de la humanidad, así, tendríamos: el verdad, el belleza, el bondad, por ejemplo.
Segundo paso: enséñele a su mexicano tonadillas pegajosas con pensamientos tomados del refranero tradicional, “La mujer y la sartén, en la cocina están bien”, por ejemplo, con el ritmo de La Marcha de Zacatecas, es una buena opción.
Tercer paso: sustituya todas las terminaciones en “a” por “o”. Así, tendrá el taquerío, el cenadurío, el salso, el birrio, los enchilados, los pizzos, etcétera. En aras de la congruencia, pues, su mexicano ya no será un machista, una feminista o un sexista sino un machisto, un feministo o un sexisto.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es sexista? Sí. ¿El mexicano es sexual? No. ¿El mexicano es sexy? Depende.
Si fuera mujer, ten por seguro que serías de los últimos mexicanos que adoptaría. Una pena que, escribiendo aquí, seas representante de la gente de tu excelente país.
Sigue así, campeón, y bendita sea la mujer que tenga que lavarte los calzones.
No te hagas ilusiones, nadie va a decir “que se trata de otro ejemplo más de discriminación con base en rasgos de género o sexo”… lo tuyo sólo es un ejemplo de estupidez.