Por Vicente Morales Oyarvide
Orandum est ut sit mens sana in corpore sano
Juvenal
Los beneficios del ejercicio físico en el cuerpo son bien conocidos por todos nosotros: ayuda a la reducción de peso, promueve la salud del corazón, mejora el control de la diabetes, entre muchos otros.
Existe otro beneficio que frecuentemente pasa desapercibido y que todos los que hemos practicado ejercicio aeróbico alguna vez -jugar futbol, caminar a paso rápido, etc.- conocemos muy bien: el ejercicio nos hace sentir bien. Históricamente, este efecto se ha atribuido a la producción de endorfinas, a la liberación de estrés muscular, e incluso a la noción popular de que el cerebro se oxigena mejor. ¿Cuál es la ciencia detrás de este efecto? ¿Es posible que al ejercitar nuestro cuerpo estemos también ejercitando nuestro cerebro?
El cerebro humano está formado por millones de neuronas interconectadas como un complejo circuito eléctrico; éstas se comunican entre sí a través de mensajeros químicos parecidos a las hormonas llamados neurotransmisores. Entre los neurotransmisores que modulan la comunicación neuronal, destacan la serotonina, norepinefrina y dopamina. Estos neurotransmisores están asociados con aspectos tan importantes como el estado de ánimo, el control de impulsos, la motivación y el aprendizaje.
Las enfermedades psiquiátricas más comunes están asociadas con la pérdida del balance de dichos neurotransmisores. Padecimientos como la depresión, ansiedad generalizada, trastorno de pánico y trastorno por déficit de atención e hiperactividad, están relacionados con un complejo desequilibrio en la cantidad y función de estos mensajeros químicos. Esto lo hemos sabido por años. Lo que hemos descubierto recientemente es que el ejercicio físico restablece el balance ideal y la función de estos neurotransmisores, haciendo al cerebro funcionar de manera óptima. En palabras de John Ratey, psiquiatra de Harvard University, salir a correr es como tomar una pequeña dosis de un antidepresivo y de Ritalin (medicamento para trastorno por déficit de atención) al mismo tiempo. Sin los efectos secundarios de los medicamentos; más bien, con efectos secundarios positivos.
Múltiples estudios con miles de pacientes han demostrado que el ejercicio es tan efectivo como los medicamentos antidepresivos en el tratamiento de la depresión leve a moderada, y tiene excelente resultados para prevenir recaídas en pacientes que ya la han padecido. En Gran Bretaña, los psiquiatras “recetan” ejercicio como uno de los tratamientos iniciales para la depresión. Como sugiere Tal Ben-Shahar, psicólogo también de Harvard, ejercitarse no es sólo como tomar un antidepresivo; más bien, no hacer ejercicio es como tomar un depresivo. De forma similar, el ejercicio tiene efectos clínicos en el manejo del trastorno de ansiedad, déficit de atención y adicciones. Todo esto no significa que deberíamos deshacernos de medicamentos psiquiátricos, más bien, que debemos empezar a tomar en serio el ejercicio físico como un tratamiento psiquiátrico efectivo.
Más allá de los efectos biológicos del ejercicio, las personas que se ejercitan reportan un aumento en la sensación de control sobre su estado de ánimo: los iracundos sustituyen sus explosiones de violencia con salir a trotar, y las personas con ansiedad brincan la cuerda o dan un paseo en bicicleta, dejando de lado el alcohol y los ansiolíticos. Parafraseando a John Ratey: si el cerebro es un circuito eléctrico, las personas que se ejercitan se convierten en sus propios electricistas.
No obstante, y quizás aún más interesante, los beneficios del ejercicio no se limitan a prevenir y tratar los padecimientos psiquiátricos; también tiene efectos fascinantes en el aprendizaje, la creatividad y en la prevención del envejecimiento cerebral en todos nosotros. Cada neurona es como un árbol cuyas hojas se conectan con otros árboles para comunicarse. Las “hojas” de las neuronas se llaman dendritas. Cada vez que aprendemos algo nuevo -una palabra en inglés, o tocar la guitarra- brotan nuevas dendritas que forman nuevas conexiones con neuronas vecinas. Como en los árboles, este proceso necesita de un “fertilizante”. El fertilizante del cerebro se llama factor neurotrófico de crecimiento derivado del cerebro (BDNF, por sus siglas en inglés). El BDNF es esencial para la salud de las neuronas, permite la formación de nuevas y más fuertes conexiones, así como la producción y función adecuadas de los neurotransmisores. Como podrán prever, el ejercicio aumenta los niveles cerebrales de BDNF de forma extraordinaria: 250 por ciento combinado con antidepresivos en experimentos animales. De forma aún más impresionante, el BDNF promueve la formación de nuevas neuronas en el hipocampo en humanos, un área del cerebro con funciones importantísimas, entre ellas la memoria y el aprendizaje. No debe sorprendernos que si un adulto sedentario comienza a ejercitarse, reduce su riesgo de padecer algún tipo de demencia –el tipo más común es Alzheimer, seguido por enfermedad de Parkinson– hasta en 50 por ciento.
Sin duda, como apunta el doctor John Ratey en su libro Spark (Little, Brown and Company, 2013), si el ejercicio pudiera recetarse en forma de píldora, sería el medicamento del siglo. ¿Pero cuánto ejercicio y de qué tipo es necesario? La mayoría de los estudios observan beneficios con simplemente caminar a paso rápido una hora al día, sin embargo, conforme aumenta tu condición física, los mejores resultados se han encontrado con 45 a 60 minutos de ejercicio aeróbico seis días a la semana, de los cuales cuatro deben incluir ejercicio de moderada intensidad (como trotar). Notablemente, el ejercicio físico que involucra movimientos coordinados y complejos –bailar, brincar la cuerda, o aprender un deporte nuevo– tiene efectos especialmente benéficos.
Los avances en la neurociencia están poniendo bajo la lupa del rigor científico la sabiduría de las antiguas civilizaciones: para tener una mente sana, necesitamos tener un cuerpo sano. Somos los herederos genéticos de miles de años de evolución, nuestros cuerpos están diseñados para caminar decenas de kilómetros diarios en busca de comida y correr para cazar animales salvajes, mientras que nuestro cerebro evolucionó a la par para dirigir este movimiento de la forma más inteligente.