Cuando el mexicano ve un cuerpo desnudo, se activan en su cerebro dos gramáticas, una se titula Religión, la otra Pornografía. No se sabe cuál se adhirió primero a la red neuronal, pero las dos operan con la misma eficacia y vapor. Ambas ponen especial énfasis en la morfología, pero una se inclina más por la semántica y la otra por la pragmática. Una es prescriptiva, la otra descriptiva. Una pretende establecer a rajatabla reglas, límites y cánones para todos los poseedores de un cuerpo con más o menos todas sus extremidades, genitales, lengua y orificios; ansía que su visión sea la norma o el paradigma; sugiere con axiomática medieval qué es correcto y qué incorrecto; los usuarios y sus hábitos y costumbres no importan, lo que importa es lo que señale la norma escrita, a la que todos deben adherirse sin chistar; son puntos cardinales los significados, el sentido, las interpretaciones, la realidad no tanto; la oralidad tiene poco peso o ninguno.
La otra gramática, además de tener como punto de partida la observación de los hechos y, subsecuentemente, generar una descripción de lo observado, no es restrictiva, justamente, sino permisiva, podría decirse; la única regla es que no hay reglas, sino usos y costumbres y perversiones varias, todo igualmente válido; aunque su objeto de observación está claramente delimitado, el cuerpo, éste tiene los límites que cada quien decida, por lo que valen más las acciones y la imaginería que se eche a andar, pasiva o activamente, con la morfología propia y la del otro u otros; de aquí su inclinación por la pragmática y su tendencia terca a la utilización de recursos contextuales –léase, látigos, esposas, disfraces, artefactos, comida, etcétera, cualquier cosa extracorporal a la mano es bienvenida–; de hecho, no considera al cuerpo como una estructura de múltiples funciones y órganos, sino como portador de un único órgano, la piel, al que hay que explorar, tocar, ver, estrujar, probar, penetrar, saborear, oír y todo lo que se aprenda al paso o se observe con el vecino; la oralidad, por supuesto, tiene mucha valía, por lo que es categoría esencial, punto de partida y remate.
Las dos gramáticas, pues, rigen el lenguaje de la sexualidad mexicana. Pero, ojo, el mexicano no maneja ninguna a la perfección y con soltura. Cuando el mexicano ve un cuerpo desnudo, siente deseo y culpa, siempre, piensa “inmoralidad” y “posibilidad”, ve vicios y belleza, inevitablemente. Como buenos católicos, aceptan en público las cadenas autoimpuestas y aceptadas en grupo; como buenos pornófilos, pasan horas en internet, donde se hallan a sus anchas y se descubren libres y solitarios. El mexicano, pues, cuando tiene sexo, duda entre procrear o perturbar, y cuando fantasea sexualmente, da tumbos entre las imágenes de la Capilla Sixtina y las de alguna película de Sasha Grey teniendo sexo vaginal, anal y oral al mismo tiempo, con cinco hombres y cinco mujeres, de nuevo, al mismo tiempo. Esto es más claro y evidente, por supuesto, con los hombres mexicanos, con la mujeres el revoltijo es mayor y la ocultación y simulaciones son más elaboradas, por lo que es más difícil, pues, averiguar los pormenores afectivos, psicológicos, fisiológicos y anatómicos de su sexualidad.
Las dos gramáticas, como puede suponer, estimado lector, se complementan casi tan perfecta y exactamente como piezas de Lego. Sin una, habría mero libertinaje, sin la otra, mera mojigatería. Sin toda la carga culposa de la religión, el sexo francamente se volvería un tanto descafeinado y transparente y pulcro, sin cuerpos o sexualidad, la religión se quedaría nada más con el alma, es decir, sin tema para el sermón de los domingos.
Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, su labor será administrar y suministrar ambas gramáticas en las dosis que requiera el talante del mexicano que le haya tocado en suerte, por lo que se recomienda seguir al pie de la letra religiosa y pornográfica los siguientes pasos.
Primer paso: si su mexicano está más inclinado a la religión que a la pornografía, acérquelo a la poesía erótica de Santa Teresa, El cantar de los cantares de la Biblia o a cualquier manifestación artística del Renacimiento con tema religioso. Ésas son las representaciones del cuerpo y de la sexualidad que su mexicano apreciará en público sin problemas, aunque seguro buscará ver a escondidas alguna de las calentonas del canal Golden, que programan ya pasada la medianoche, o alguna página softporn con senos semidesnudos y mucha lencería.
Segundo paso: si usted siente que su mexicano está situado en el punto medio –asunto muy probable, ya que la mayoría de los mexicanos se sitúan en esos terrenos–, su mexicano sentirá apetito, en idéntica intensidad y acuciosidad, tanto por ir el sábado por la noche a algún tabledance como por ir el domingo por la mañana a misa a la parroquia del barrio. Pagar por tocar senos y por un baile privado y escuchar el evangelio y comulgar arrepentido a primera hora del séptimo día son igualmente necesarios para la salud mental y física de su mexicano, asegúrese de proveerle ambos alimentos: putas y hostias, cuerpo y cuerpo, no falle.
Tercer paso: si su mexicano se inclina más por la pornografía que por la religión –mirada caída, sudoración profusa, babeo constante, manos trémulas, son algunos de los síntomas–, provéale tanto látigos y artilugios sadomasoquistas varios, lubricantes, juguetes sexuales, etcétera, como disfraces de “padrecito” o de “monjita”. Maridar ambas gramáticas en una retórica extrema y hardcore le producirán a su mexicano placer y dolor y culpa superlativos y desbordantes, y su mexicano necesita semejantes extremos para poder llevar una vida normal; respete su idiosincrasia y, por favor, no se le vaya a ocurrir ponerse en contra de una naturaleza tal, pues además de correr el riesgo de que lo condenen al infierno, podría despertar en la madrugada amarrado y amordazado, vistiendo látex o cuero negro.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano habla de religión? Sí. ¿El mexicano habla de sexo? No. ¿El mexicano habla del cuerpo? Depende.