Los hay frescos o secos, pueden ser alargados, cónicos, anchos, delgados, puntiagudos, chatos, bulbosos, cilíndricos, triangulares, casi esféricos, ovalados, algo ondulados, brillantes, mates, tersos, duros, rugosos, carnosos, maduros, inmaduros, escasos, abundantes, difíciles, fáciles, algunos se arrugan casi siempre, otros, nunca, pueden ser inofensivos o insolentes, pequeños, medianos, grandes, espontáneos o planeados, verdes oscuros, verdes negruzcos, verdes pálidos, verdes vivos, verdes amarillentos, amarillos, rubios, güeros, naranjas, rojos fogosos, rojos cobrizos, marrones, negros, insonoros o, cuando ocasionalmente rompen el silencio, sonajientos, sus nombres aguan la boca: chilaca o pasilla, habanero, jalapeño o cuaresmeño, chipotle, guajillo, morita, pasilla, puya.
Sí, en efecto, en México el chile no es lugar común, no es cliché, es el protagonista indiscutible de la gastronomía mexicana, de toda a toda hora: de chefs auténticos que lo hacen gozne de sus experimentos, de chefs de renombre internacional que se paran el cuello sirviendo alguna de las infinitas variedades de mole con algún ingrediente exótico; de la hogareña que tantea cantidades y tiempos con precisión maestra y que infinitamente busca el picor ideal para el platillo, la ocasión, el comensal; de la de calle que apuesta todo en ello –sin buena salsa, no hay taquería que sobreviva, el cliente puede perdonar que la calidad de otros ingredientes esté en tela de juicio, pero no del chile, su ausencia, claro, es impensable, ¿hamburguesas o hot dogs sin chile?, jamás–. Es tal su papel, que se ha mezclado con el paisaje de la mesa puesta, ni siquiera hay que pedirlo, ahí está ya, ahí debe de estar, pueden faltar cubiertos o platos o servilletas, pero no el cacharro con salsa humeante recién molcajeteada o molida. Así pues, una comida completa iría más o menos así: para abrir apetito, botanas con chile, en la comida, chile en formas varias, y de postre, alguna golosina o fruta de temporada con chile, todo acompañado con cerveza con chile. Desde la época prehispánica, el chile es cosa de todos los días, esto sí, acaso sea lo único que haya recorrido intacto las diferentes épocas. Quizá la relación que todos tienen con el chile sea el único punto de convergencia en las visiones de prehispanistas, colonialistas, independentistas, reformistas, contrarreformistas, zapatistas, villistas, carrancistas, neoliberalistas, comunitaristas, izquierdistas, derechistas; eso entonces, el chile, al chile pues.
Además de comerlo a diario, el chile es parte de las conversaciones cotidianas de cualquier mexicano. El chile es tan importante para los mexicanos, que es uno de sus marcos de referencia favoritos para interpretar el mundo, la vida, las personas. El chile es metáfora útil para casi todo, el mexicano se mide a sí mismo y a los demás según la presencia o ausencia de chile en una escala que va de mucho chile (amigo, compadre, camarada, bueno, verdadero, honesto) a poco o nulo chile (gays, los amigos de mi mujer, las mujeres, malo, mentiroso, cobarde). El chile es otro símbolo fálico más –simbolillo, pues– y el mexicano recurre a él para definir y alardear sobre su sexualidad, excepto en la cama, donde en un instante puede pasar de ancho, picoso y sabrosón, a serrano de Sanborns o a pimiento pizzero, bonito, colorido y dulzón. El mexicano conoce a las personas mediante el chile: a la mujer la disculpa y realmente no le importa si ésta no come chile, aunque si ésta es gustosa del picante, lo presume a los cuatro vientos, especialmente ante otros hombres, pues se trata de una entrona, un mujerón; si un hombre come chile, hombre, si aguanta callado, dos veces hombre, si no, nena, y si llora, pamba. Comer chile, pues, es una cuestión de honor y de valor y de carácter.
Si usted desea adoptar un mexicano, tenga en cuenta que el chile será compañero de toda su vida. El chile se puede administrar de varias maneras, para bien y para mal. Por ejemplo, el chile es excelente remedio ancestral para dolencias de moda por hipocondrias propias y ajenas, especialmente aquéllas que se hacen presentes en la infancia, por lo que se recomienda seguir los siguientes pasos.
Primer paso: si en la escuela su mexicano es diagnosticado con déficit de atención, todos los días póngale en la lonchera unas enchiladas bien picositas, rojas, verdes, potosinas, etc. Está comprobado que las enchiladas ponen a punto el cuerpo, el ardor en los belfos hará que su mexicano fije la mirada al frente y evitará que platique como siempre con el de al lado.
Segundo paso: si las doctas personas de la escuela le hablan un día y le dicen que su mexicano sufre de hiperactividad, todos los días póngale en la lonchera un botecito de chamoy, varios Miguelitos, Pelones y sobrecitos de Valentina, el ardor estomacal, en un comienzo, y las úlceras, después, ayudarán a que su mexicano halle sosiego y le baje las revoluciones al ánimo chocarrero y molón.
Tercer paso: si un día su mexicano es acusado de tener conductas desafiantes, todos los días póngale en la lonchera un pequeño toper con chiles serranos bien toreados para que les pegue unas mordidas cada que se le descomponga el ánimo, una enchilada sustituirá a la otra, no falla.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es chilero? Sí. ¿El mexicano es chileno? No. ¿El mexicano es chilesco? Depende.