Desde Cascais, la punta más occidental de Europa hasta los Pirineos navarros que hacen frontera con Francia, la península ibérica me regaló una visión panorámica de las glorias y las penas del viejo continente. En apenas 28 años, tiempo que tienen España y Portugal siendo parte de la Unión Europea, los paisajes rurales pasaron de ser la bucólica campiña tradicional a enormes campos de cultivo –transgénico, la mayoría- cruzados por anchas y eficientes autovías y vías férreas de alta velocidad. Las ciudades lucen limpias (libres de la espantosa omnipresencia de anuncios comerciales de todo tipo), elegantes y orgullosas de gloriosos pasados. No podemos olvidar que la pujanza económica que durante siglos permitió la construcción de las obras de arte que son sus palacios y edificaciones civiles, provino del saqueo de las regiones que fueron –fuimos- colonias. En realidad el saqueo también fue de sus propios ecosistemas, ayunos ya de muchas riquezas naturales.
La modernidad económica, el nuevo orden social y político que los ibéricos obtuvieron al hacerse europeos con todas las ventajas que otorga la pertenencia a la Unión, tiene un costo que hoy se hace patente con la gigantesca crisis financiera y monetaria a la que están siendo arrastrados.
La división internacional del trabajo permitió que en la península se pudieran desarrollar nuevas tecnologías en materia de energía limpia, en sistemas de cómputo y telecomunicaciones. No obstante el progreso inducido por los acuerdos que liberaron el tránsito de personas, mercancías y capitales –cosa que en absoluto sucede con el tratado norteamericano- se logran encontrar productos y, a veces, algunos procesos de producción tradicional. Gracias a ello, junto a la tecnología de punta, siguen ofreciendo al mundo una variada y gran riqueza en productos enológicos, lácteos y cárnicos.
Sin embargo, Europa languidece. Una funcionaria de alto nivel de la Secretaría de Turismo de Navarra reconoce cándidamente que la ilusión del rápido progreso, la facilidad de acceso generalizado al crédito, el afán por el disfrute ilimitado de una vida harto hedonista, ha provocado una drástica caída en su índice de natalidad. En suma, dice, Europa está vieja.
El golpazo de la crisis financiera ha constituido un brusco despertar a la realidad. Toda la riqueza humana -enorme cantidad de personas con el más alto nivel de educación y capacitación en la historia de la humanidad-, la tecnológica y de las tradiciones están siendo engullidas por el tremendo agujero negro en que se ha tornado el sistema financiero monetario global. Ante esa cruda realidad, los habitantes de la península, al igual que los de Europa toda, requieren una energía que sólo la esperanza y la creatividad de la juventud puede otorgar.
Hablar sobre México en España y Portugal ilumina el rostro de las personas. La sola mención de nuestra proveniencia desata la imaginación y hospitalidad de nuestros interlocutores. Al mencionar las dimensiones de nuestro país, el asombro condimenta aún más la visión: la octava economía del mundo, 115 millones de habitantes a los que se suman casi 2 millones de nuevos mexicanos cada año, 2 millones de kilómetros cuadrados de territorio, 10 mil kilómetros de costa, 3 mil kilómetros de frontera con el país más rico del mundo, más de 300 días al año de plena iluminación solar. Más allá de las noticias sobre la inseguridad y delincuencia, el enorme país que vibra, come, bebe y canta con herencia ibérica, es la esperanza para los peninsulares.
En sus años de prosperidad, los europeos reconocieron la riqueza del turismo en las playas del Caribe principalmente y las ruinas prehispánicas. Experiencias turísticas, sin embargo, acotadas a la cómoda vivencia desde un paquete turístico europeo, con hotel y comidas incluidas. Pero el México del altiplano, del Bajío y del centro-occidente, les resulta nuevo, intrigante, maravilloso. Allí se reconocen, más que en las grandiosas regiones con herencia indígena, con las tradiciones culinarias, de fiestas religiosas… cultura en todos sus aspectos, como en sus propios apellidos y toponímicos.
Con todas las deficiencias que las noticias nos hacen percibir de nuestro país, nuestra energía, potencial de crecimiento, identidad, cultura, pujanza y, sobre todo, juventud que ellos sienten perdida, constituyen las más preciadas riquezas.
Poco conocido es aquí que como una de las condiciones de la participación en la Unión Europea, los países integrantes tienen por obligación destinar el 1 por ciento del valor de su producción interna a la cooperación internacional para el desarrollo. Estos recursos deberían destinarse al apoyo del desarrollo en países menos favorecidos. En su momento, activistas hispanos llamaron a esta condición “el impuesto de la vergüenza”. Al menos, decían, se tuvo la vergüenza de establecer un mecanismo por el cual Europa habría de devolver a sus antiguas colonias los que les fue quitado.
México es ahora una gran oportunidad para Europa, pero sobre todo para los países ibéricos. Si bien nuestro país no es candidato a recibir los apoyos económicos de la Cooperación Internacional (CI), de conformidad con las prioridades regionales de Europa, sí puede ser receptor en cuanto a los ejes temáticos de sus programas de fomento. La prioridad de la CI en materia temática abarca: el combate a la pobreza, la sustentabilidad ambiental y la práctica de la gobernanza con participación ciudadana.
El TLC y el Consenso de Washington nos pusieron a buscar únicamente en el norte nuestro futuro; los tiempos difíciles nos hacen voltear hacia otro lado. La inversión ibérica se orienta, por necesidad estratégica y normativa, a la asociación con emprendedores locales para la generación de energía limpia, mejora de los sistemas de comunicación y transporte. La CI constituye un elemento no aprovechado para ello. La identidad cultural, las tradiciones, la gastronomía y el comercio constituyen también la oportunidad de captar el turismo mundial que hasta ahora el centro de México no ha atraído.
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