Ampliando el campo de batalla / César Morales en LJA - LJA Aguascalientes
14/11/2024

Agrónomo de formación, nacido en una isla cerca de Madagascar, y criado por su abuela comunista luego de que sus padres hippies “perdieran interés en su existencia”,  Michel Houellebecq es una voz particular dentro de la literatura francesa contemporánea: pesimista agudo, siniestramente cómico y provocador.

Antes de volverse una franquicia mediática, de sus pleitos con el islam, el feminismo y el turismo, publicó en 1994 una novelita de menos de 200 páginas que es tremenda. Se llama  Ampliación del campo de batalla.

El narrador de esta “sátira nihilista de las debilidades e injusticias de una sociedad liberada sexualmente”, como la llama Suzie MacKenzie, es un ingeniero informático anónimo y deprimido. Tiene 30 años, un empleo bien pagado pero insulso, y un celibato autoimpuesto después de una ruptura amorosa. El lector acompaña a este etnógrafo de la sociedad de los 90 (¿o es más bien un etólogo?) en su particular descenso a los infiernos, mientras fuma cuatro cajetillas al día y escribe fábulas sobre unos animales de granja muy dados a filosofar.

Se trata de una primera novela, en cierta medida autobiográfica, que combina la ficción, la comédie de mœurs y una ciencia social indeterminada.

La tesis principal, que da título al libro, es lo que podría llamarse la política económica neoliberal del sexo. Para el narrador, hoy no sólo el comercio sexual explícito sino todas las formas de relaciones de pareja, seducción y erotismo son reguladas por las “leyes del mercado”, lo que las convierte en un sistema de jerarquía social paralelo al económico, y con resultados igual de dramáticos. Una cita textual:

“No hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la ʻley del mercadoʼ […] En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el desempleo y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad.”

En la historia, nuestro héroe anónimo y su compañero de oficina, el feo y virginal Tisserand, son ganadores en el plano económico pero perdedores en el sexual: el primero, un desertor que se dedica a teorizar sobre la batalla; el segundo, alguien decidido a morir luchando, patética y dolorosamente. Hay poca diferencia: no hay méritos ni condecoraciones en esta guerra.

En esta “selección sexual” (como la llama François Xavier Ajavon) en el plano reproductivo y recreativo, priman la competencia, el gusto, la publicidad… y el sufrimiento.

Porque lo que se deriva de esta tesis es que la revolución sexual, con todo su énfasis en la libertad y en la equidad, creó también una especie de “lumpenproletariado”, sus propios parias y desposeídos. Un grupo de cuyo patetismo el lector se ríe, pensándose desde luego en la acera de enfrente, con los ganadores. Cuestión de tiempo: eventualmente descubre que se rió de sí mismo.


La segunda idea que rescato está relacionada con la primera. En la era del consumismo amoroso, el placer es un producto más, tan trivial como una pasta de dientes o una lata de sopa Campbell’s. En este contexto, donde hay mercados del amor como hay mercados de trabajo, la sexualidad se entiende sólo desde la perspectiva del goce personal, narcisista. El prójimo es un medio y el individuo una especie de antropófago.

En una sociedad erótica, publicitaria así, el deseo y el placer dejan pronto de ser sólo mercancía y se convierten en doctrina.  La consigna oficial es acrecentarlos, hasta su negación. De ahí su exposición incesante en los medios. Forzada, frívola, y un poco grotesca. Artificial, en una palabra. Y reveladora de nuestro agotamiento vital.

Eso opina un amigo de nuestro narrador, un sacerdote en crisis de fe. Para él, una sociedad condenará siempre aquello de lo que adolece. Por ello, en el pasado (p.e. en el siglo XVII), el gran apetito por la vida fue correspondido con la negación oficial de los placeres. Hoy su ensalzamiento, especialmente erótico-festivo, revela el cansancio de nuestra civilización.

Surgen preguntas incómodas: si nos repetimos machaconamente lo excitante que es la vida, ¿no será que lo dudamos un poco? ¿La liberación sexual y los maravillosos años 60 condujeron a una nueva alienación del hombre? ¿La libertad engendra sufrimiento e injusticia?

Naturalmente, y pese a las carcajadas que por momentos provoca, no es lectura para un día de campo. Hace dudar, desestabiliza. Con el narrador habla una generación insegura, desilusionada, cínica.  No es antídoto para el pesimismo. Sí lo es, en cambio, para ese entusiasmo gritón e insoportable en el individualismo materialista, el mercado, el “amor libre”, el progreso técnico y en una civilización empeñada en hacer de la adolescencia eterna su ideal.

Por eso, a su manera, da esperanza.


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