Opción por los pobres - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Rosa Elvira Vargas
Enviada
Periódico La Jornada

El primer jefe de la Iglesia católica llegado de América, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, inició formalmente su pontificado en la fiesta de San José. En su homilía, dijo a los líderes políticos del mundo: El verdadero poder es el servicio.

En la Plaza de San Pedro, repleta de fieles de todo el mundo, donde sobresalían los que vinieron desde Argentina –país de origen del pontífice–, el papa Francisco afirmó en su homilía que en el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Y cuando éste falla, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen Herodes que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

A las siete de la mañana, con clima frío y seco, a diferencia de los días previos, se inició el repicar de las campanas de la basílica de San Pedro mientras en el atrio se ultimaban detalles para el acto, llamado en la precisión del ceremonial católico de Inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma.

El contraste con las prácticas de sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, se marcó en esta ocasión –a decir de observadores y estudiosos del tema– con un montaje no desbordado en oropeles, más allá de los necesarios para oficiar la misa. Las flores, por ejemplo, fueron apenas algunos tiestos sencillos ubicados alrededor del altar.

Desde esa hora algunos invitados empezaron a ocupar los lugares que les asignaron en la gran plaza (sacerdotes, obispos, monjes, religiosas y representantes de otras religiones, como la ortodoxa, judía y musulmana) y aparecían por ahí algunas de las 132 delegaciones oficiales procedentes de igual número de países.

Al fondo, frente a la basílica, los fieles católicos buscaban afanosos y ordenados franquear los puestos de control para ubicarse lo más cerca posible del sitio donde pasaría Bergoglio. A su vez, los periodistas eran trasladados en elevador a una terraza conocida como el Brazo de Carlomagno y ahí, desde las alturas y a lo lejos, siguieron la ceremonia.

A las 9:30 horas, en un automóvil descubierto el obispo argentino inició su recorrido entre la multitud. Llegó puntual a la cita, procedente de la Casa de Santa Martha, el hotel del Vaticano donde vivió en la suite 201 desde la terminación del cónclave en el cual resultó electo el papa número 266 de la Iglesia católica.

Durante el trayecto el pontífice fue ovacionado, como ocurrió en varios momentos a lo largo de la ceremonia, y en una ocasión bajó del vehículo para saludar a una persona enferma.

Los jefes de Estado y los presidentes, acompañados de ministros y no pocos por sus familias, fueron ubicados por orden alfabético, de acuerdo con su procedencia.


Entre ellos destacaban, además de la alemana Angela Merkel y el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, los mandatarios latinoamericanos: Cristina Fernández de Kirchner (con la delegación más numerosa de cuantas estuvieron aquí), de Argentina; Dilma Rousseff, de Brasil; Enrique Peña Nieto, de México; Rafael Correa, de Ecuador; Ollanta Humala, de Perú; Sebastián Piñera, de Chile; Porfirio Lobo, de Honduras, y Ricardo Martinelli, de Panamá. Cuba envió una delegación encabezada por el vicepresidente Miguel Díaz-Canel.

El mandatario mexicano llegó antes de las nueve de la mañana. Su comitiva fue integrada por los secretarios de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, y de Hacienda, Luis Videgaray; así como por la subsecretaria de Población, Migración y Asuntos Religiosos, Mercedes Guillén Vicente.

También lo acompañó su esposa, Angélica Rivera, y dos hijas de ambos: Nicole Peña y Fernanda Castro Rivera.

Antes de la misa, el papa Francisco oró en las Grutas Vaticanas ante la tumba de San Pedro. Ahí ya lo esperaban los portadores del palio o estola y el anillo del Pescador (de plata), símbolos de su poder, que utilizará a partir de hoy.

Acompañado por los cardenales se dirigió al altar donde inició la misa concelebrada con los mismos. La lectura de diversos pasajes bíblicos se escuchó en italiano, inglés, español, griego, árabe, swahili y chino.

En su homilía, el nuevo líder mundial de los católicos expuso para sí mismo el deber de poner sus ojos al servicio humilde, concreto, rico en fe, de San José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños.

Custodiar, apuntó, no sólo atañe a los cristianos y consiste en preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo quedan en la periferia de nuestro corazón.

Pidió a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, así como a los hombres de buena voluntad: Seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.

El odio, la envidia, la soberbia, puntualizó el líder de los católicos, ensucian la vida y por eso hizo un llamado a no tener miedo de la bondad, de la ternura.

El papa Francisco decidió no dar la comunión a ninguna persona en esta misa. Distribuidos en la Plaza de San Pedro y en la Vía de la Conciliación, decenas de diáconos y 500 sacerdotes lo hicieron con todo aquel que lo solicitó, entre los cuales estuvieron el presidente Peña Nieto y su esposa.

Dos horas de una liturgia cumplida al pie de la letra, aunque para algunos tuviera elementos novedosos y distintivos de la personalidad del nuevo jerarca de la Iglesia católica, donde otro es, según un viejo periodista brasileño avezado en estos temas, que el nuevo obispo de Roma no canta.

Terminada la ceremonia, los invitados especiales ingresaron a la basílica de San Pedro. Y ahí, tras el Ángelus, todos pasaron a la salutación personal, mientras en las calles del Vaticano la multitud creyente se disolvía y L’Osservatore Romano vendía ediciones especiales de la ocasión en dos euros.


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