Los de arriba se treparon hasta ahí, con argucias lograron encaramarse hasta el cenit del pedestal. Se sienten a gusto allá, ver por encima del hombro ahora se siente natural. Sin embargo, son malos equilibristas, un aire mínimo, un breve temblor, una distracción, un descuido, los pone a tambalear. En algún momento caerán, por su propio peso, porque otros quieren su lugar. La caída es, será, dura y dolorosa. En el fondo lo saben, en el fondo habrá tiempo de sobra para reconocerlo, para sobreanalizar, para darle vuelta, para frotar y acicalar obsesivamente la pátina de altos vuelos del pasado.
Los de abajo no saben por qué están ahí, no saben cómo llegaron ahí, no saben cómo salir. No tienen prisa. Son protagonistas, se acaban de enterar. Son los actores principales de una película moebius que comienza puntual y termina sin falta. Son excelentes anfitriones, les parece, todos quieren visitarlos en su casa, saludarlos de mano, abrazarlos, quererlos, apapacharlos, sacarles una foto y enmarcar el momento para adornar pasillos de oficina y, quién sabe, quizá hasta la sala de los fotografiados. De repente, se llenan de un orgullo insospechado. Han aprendido a jugar muy bien la mano que les ha tocado. Todos explotan su condición, también ellos.
Los de en medio claramente están ahí, presentes. Existen, son, están, pero son invisibles. Padecen varias enfermedades crónicas: amorfia aguda extraviada, hiperconfusión indecisa, visión borrosa y acomodaticia, inflamación congénita de la glándula del “no”, narcolepsia metastatizada, ataraxia laboral siempre precedida de náuseas y vómitos, responsabilidad fatigosa, hipopatetismo endémico, entre otras. Son mayoría, son los últimos, por qué habrían de ser los primeros, por qué querrían serlo. El bajo perfil les es cómodo, desempeñan su rol sin esfuerzo, y eso está bien. Ni en la planta baja ni en el penthouse, el entrepiso, ese no lugar a donde no llega ningún elevador, es su plataforma, hay que colarse al piso de arriba cuando convenga, hay que tirarse al de abajo cuando conmueva. Como vacas, rumian, murmuran, mascullan, como vacas, mugen de felicidad y, a veces, protestan a coletazo limpio con cada mosca que les importune el paisaje y los cuartos traseros.
Si usted desea adoptar un mexicano, siga al pie de la letra los siguientes pasos. Sepa desde un principio dónde está su mexicano, pues ése será el punto de partida de su larga y fructífera relación con él o ella. “Arriba”, “abajo”, “en medio”, son palabras y expresiones locativas fundamentales para entablar un vínculo claro y franco con el lugar –literal y figurado– donde está su mexicano, donde es y se realiza.
Primer paso: si le toca un mexicano de los de arriba –la verdad, asunto poco probable–, le pueden pasar dos cosas: o lo despluman hasta dejarlo sin un centavo o lo utilizan para lavar culpas y deducir impuestos. Usted pues, más bien, será el adoptado, será la nueva mascota que con su sola presencia y apariencia de ternura desvalijada abre las chequeras compasivas.
Segundo paso: si le toca un mexicano de los de abajo –asunto muy probable–, agáchese pero no se humille, descienda pero no caiga, deslícese pero no resbale, inclínese pero no se rebaje. Los riesgos son varios: su mexicano aprendió a jugar el juego de poder y esto le pudo haber producido malformaciones tanto inciertas como puntuales, típicas y atípicas, por tanto achique real o ficto; y usted puede convertirse en un ser vil servil o en un ser humano ruin y mezquino.
Tercer paso: si le toca un mexicano de los de en medio –asunto altamente probable–, compre una escalera y una cuerda para regalar a su mexicano el primer día, pues las habrá de usar para subir o bajar, algún día, esperamos. El limbo es un lugar mullido y laxo que su mexicano apaciguado no querrá abandonar fácilmente. Como sabemos, el conflicto es lo que echa y hace andar a una novela o una película, con su mexicano, ahora una masa dócil en sus manos, un personaje en blanco, habrá de hacer lo mismo que hace un escritor o un director de cine, un narrador pues: siembre aquí y allá trabas y dilemas de toda clase –materiales, religiosas, filosóficas, psicológicas, sentimentales, etc.– que puedan romper con el letargo de su mexicano y echen a andar la trama de su vida, episodio tras episodio, hasta lograr un nuevo estado de cosas. Si le toca un mexicano tan indeciso como aquel príncipe de Dinamarca, no hay otro camino que invocar y provocar hechos sobrenaturales, si esto tampoco funciona, no queda más remedio que tomar el camino de la ira, la venganza, la traición, la corrupción y la locura.
Preguntas frecuentes: ¿Los mexicanos suben? Sí. ¿Los mexicanos bajan? Sí. ¿Los mexicanos escampan? Sí.
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